3.4.20

Enrique Vila-matas "La sirena" Ray Bradbury 2009

Lo que sigue es un cuento de Ray Bradbury que leí a mis 17 años y me encantó, y hoy en día me sigue pareciendo sencillo y emocionante, extraordinario. Tanto me gustó que cuatro años después de leerlo intenté adaptarlo al cine y lo convertí en un cortometraje irregular que dirigí en una playa de Cadaqués y que titulé Señora de la falda de jade ó todos los jóvenes tristes.
Silvia Poliakov fue la principal intérprete, la sirena. De aquel naufragio quedan algunas fotografías que no encuentro. El negativo del film se perdió en circunstancias extrañas o quizás no tanto: en realidad se perdió por mi propia desidia, fue como si yo hubiera hecho todo para que se perdiera en un armario de la casa de mis padres.

“La sirena”, de Ray Bradbury

Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.

—Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? —preguntó McDunn.

—Sí —dije—. Afortunadamente, es usted un buen conversador.

—Bueno, mañana irás a tierra —agregó McDunn sonriendo— a bailar con las muchachas y tomar ginebra.

—¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?

—En los misterios del mar.

McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre. La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.

—Los misterios del mar —dijo McDunn pensativamente—. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa en qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios—luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?

Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.

—Oh, hay tantas cosas en el mar —McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa—. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes de que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300,000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.

—Sí, es un mundo viejo.

—Ven. Te reservé algo especial.

Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.

—Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? —McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza—. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año —dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla—, algo viene a visitar el faro.

—¿Los cardúmenes de peces?

—No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más. Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.

Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.

—Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: “Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta a los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida”.

La sirena llamó.

—Imaginé esta historia —dijo McDunn en voz baja— para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene…

—Pero… —interrumpí.

—Chist… —ordenó McDunn—. ¡Allí!

—Señaló los abismos.

—Algo se acercaba al faro, nadando.

Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego… no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.

No sé qué dije entonces, pero algo dije.

—Calma, muchacho, calma —murmuró McDunn.

—¡Es imposible! —exclamé.

—No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.

El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.

Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.

—¡Parece un dinosaurio!

—Sí, uno de la tribu.

—¡Pero murieron todos!

—No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda la frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.

—¿Qué haremos?

—¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.

—¿Pero por qué viene aquí?

En seguida tuve la respuesta.

La sirena llamó.

Y el monstruo respondió.

Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto y lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.

—¿Entiendes ahora —susurró McDunn— por qué viene aquí?

Asentí con un movimiento de cabeza.

—Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú.

Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir. El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo.

Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?

La sirena llamó.

El País 2009

COMENTARIO: El cuento más bello del mundo

“La sirena en la niebla” es un cuento de tan solo seis páginas, una trama sencilla que en su desnuda recensión difícilmente parece que pueda aspirar a ese epíteto, sin duda algo pomposo, que le he dado en el título de este artículo. De hecho, tal vez deba rectificar. Hay cuentos tan bellos como “La sirena en la niebla” —y puedo citar algunos: “El abeto”, de Andersen; “El pueblo blanco”, de Arthur Machen; “Mendel el de los libros”, de Stefan Zweig; “El altar de los muertos”, de Henry James… —, pero ninguno más bello.

La belleza del cuento reside, por supuesto, en el lirismo con que Bradbury baña una reflexión cuya entraña es, al mismo tiempo, profunda y sencilla, incluso profundamente sencilla (bajo este oxímoron se encuentran, para mi gusto, las obras que más me han hecho pensar en la vida). El escritor de Illinois aborda un tema muy propio de la narración pulp (o, si habláramos de cine, de la ciencia–ficción en clave de la antigua serie B), pero renuncia a las formas narrativas habituales en este tipo de relatos: a su frontalidad nada sofisticada. Y lo hace mediante una atmósfera y una cadencia narrativa propias del cuento de hadas clásico: es el cuento que el inolvidable Hans Christian Andersen habría escrito de vivir un siglo después.

En primer lugar, hay un narrador, un storyteller (los hombres de mar —y un farero es un marinero anclado, para su desgracia, a la costa— siempre tienen fama de ser buenos narradores), McDunn, cuya alma se proyecta en el relato, y que tiene el acierto de preparar la revelación más impactante (la inminente visita del monstruo) colocando a su joven y fascinado oyente bajo el estado de ánimo más adecuado para la recepción de un misterio sagrado. Revestido por la voz de la experiencia, por el peso de incontables días (y sobre todo noches, noches como esa con el mundo que les rodea transmutado por la niebla en un espacio onírico en el que cualquier cosa puede pasar) asomado al mismo mar, McDunn le habla de la experiencia que vivió allí mismo nueve años atrás, cuando todos los peces subieron a la superficie y se quedaron contemplando durante horas la torre con su alta luz, como adorando a un dios inaccesible.

Es cuestión de tono y de elección de palabras y, sobre todo, de atmósfera, eso que es tan difícil de definir pero que, cuando existe, consigue que aceptemos cualquier ficción literaria. Y “La sirena en la niebla” posee una atmósfera inolvidable que parece conducirnos a experiencias perdidas en nuestro propio interior, que pugnan por salir a las capas superiores de nuestra memoria, a medida que el relator McDunn sabe despertarlas mediante el uso apropiado de las palabras.

El dinosaurio de Bradbury, en el fondo, es un dragón triste, despojado de su cualidad ominosa, aunque sigue siendo destructivo, aun sin quererlo, como demuestra su derribo final del faro. Ese pobre dinosaurio, último de su especie, atraído por la esperanza que le infunde esa voz preternatural que llega hasta las profundidades donde vive, constituye para mí el más bello símbolo de la soledad que encierra la literatura. Bradbury remarca esa condición solitaria, esa unicidad tan insondable como el fondo del mar donde habita, mediante diversos detalles (la edad que McDunn otorga al aislamiento de ese dinosaurio: un millón de años como poco); el largo viaje que para una criatura de sus dimensiones supone la ida y la vuelta desde lo más profundo del profundo océano; el venerable reparo con que, los años anteriores, ha nadado en la noche en torno al ser que quiere que sea otro como él; y la forma en que la salida del sol lo ha asustado, haciéndolo retornar, hasta ir fraguando otra vez el incontenible deseo de responder a su llamada durante todo un año… Del mismo modo, no hay que olvidar que un faro es también una metáfora de la soledad, como asimismo lo es la sirena con que inunda la noche cada breve intervalo: ¿quién no comprendería que, para alguien aislado en la infinita vastedad de un mundo monótono, pueda adquirir la sustancia de una voz, de una llamada lastimera en busca de un alma gemela?

El relato contiene, también, una de las frases más estremecedoras que he leído nunca, una sencilla oración de tres palabras que, en su lírica ingenuidad, elimina de un plumazo el antropocentrismo del mundo, la absurda pretensión del hombre de ser la criatura trascendente por excelencia de la creación. Cuando, arrastrado por las palabras de esta Scheherezade revestida ahora bajo el avatar del viejo farero McDunn, el muchacho asiste a la increíble aparición del monstruo, no puede evitar exclamar: «¡Es imposible!». A lo que el farero, con la reflexiva lucidez de toda una vida con mucho tiempo para pensar, responde: «Nosotros somos imposibles». Pues es el monstruo el que no ha cambiado, el que ha permanecido inalterable al paso de las eras, desterrado de la superficie de la Tierra: eso sí (y de ahí la leyenda de su extinción), mientras por encima de él todo se sucedía y se alteraba. «Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles», aduce el farero con implacable serenidad: «Nosotros».

El ser que permanece fiel a lo que siempre ha sido, el ser inmanente, se convierte en monstruo cuando su número declina, y por tanto su normalidad se convierte en extrañeza.

La ciencia–ficción buena de verdad, por mucho que sitúe a sus personajes en los ámbitos más alejados en el tiempo y en el espacio o en las situaciones más increíbles, siempre habla sobre el hombre coetáneo, lo cual quiere decir sobre el hombre universal: sobre sus esperanzas y desolaciones, sobre sus miedos, sobre sus miserias y sus grandezas. Un dinosaurio en busca de un semejante que alivie su angustia existencial y un farero capaz de comprender el desamparo de un monstruo porque, en el fondo, la sustancia de la soledad es idéntica en todo ser vivo son las grandes aportaciones que, en este bellísimo cuento, hizo Ray Bradbury a esa reflexión sobre la condición humana que siempre será la buena literatura.

José Miguel García de Fórmica-Corsi,  en  Homosapiens.







No hay comentarios:

Publicar un comentario