A las diez en punto de la noche estaba frente al portal de la casa de Rita Malú, y un mayordomo muy alto le cerraba el paso. Dijo Pampanini:
-Soy uno de los invitados.
-¿Por qué uno?
-¿No hay otros?
-Ande, pase.
Avanzó por un pasillo, cruzó un pequeño salón y, a medida que iba siendo introducido (es un decir, porque el mayordomo había desaparecido) en una intrincada red de estancias, fue cayendo en la cuenta de que aquél era el tipo de sitio en el que uno sabe que, en cualquier momento, le van a dar un susto. Y así fue. De pronto chirrió una puerta y, abriéndose sola, dejó ver a Rita Malú que estaba apoyada en una librería y se alisaba sus largos guantes impolutos como el marfil.
-Me alegro de haber venido —dijo él, aproximándose a la anfitriona.
-Yo también —dijo ella.
-Pero, ¿no es ésta su casa?
-Ande, suba.
Subieron por una escalera de caracol al terrado de la casa. Allí estaban varios grupos de invitados. Había también farolillos rojos, un piano y cierta alegría. La vista era espléndida, pero Pampanini sintió cierto vértigo y, además, ya desde la primera presentación, presintió que aquello podía acabar mal. Mientras dos señoras se arrojaban pasteles de nata a la cabeza, un americano al que llamaban Glen le confundió con un realizador de cine ya fallecido. Tras un solemne saludo, e indiferente a la batalla de las dos señoras (muy fogosas, romanas probablemente), el americano felicitó a Pampanini por la extrema belleza de su obra, haciendo especial hincapié en aquella emocionante secuencia en la que una esclava se bañaba desnuda en el Tigris. Pampanini iba a protestar cuando una vieja dama le reprochó el ateísmo de sus primeros films.
-Menos mal que luego se convirtió al catolicismo —le dijo la vieja dama.
-Sin duda me confunden con otro —dijo Pampanini.
Glen, el americano, encendió lentamente un cigarrillo. La vieja dama fue en busca de un hombre de notable papada y barriga muy prominente, un tal Rossi, al que pidió que tocara el piano. El hombre suspiró, se levantó, tropezó con el pie de Pampanini al pasar, y, sentándose delante del piano, inclinó la cabeza, permaneciendo inmóvil durante varios segundos. Luego, despacio y muy suavemente, dejó el cigarrillo en un cenicero e inclinó otra vez la cabeza. Así estuvo un buen rato hasta que, por fin, levantando la cabeza, dedicó su actuación al insigne realizador de cine que tanto les honraba aquella noche con su presencia. Pampanini intervino para aclarar, de una vez por todas, la confusión en torno a su identidad.
-Ese hombre murió hace ya tiempo —dijo Pampanini.
Todos se rieron, e incluso hubo quien, creyéndola ingeniosa, aplaudió la frase. Entonces, Pampanini le pidió a Rita que aclarara todo aquel lío.
-Usted puede aclararlo mejor que yo —le dijo ella, como enfadada.
Pampanini fue hasta el piano y, apoyándose en él, dijo con voz firme y serena:
-Me confunden ustedes con un cadáver. Yo soy técnico en caligrafía y trabajo en el Ayuntamiento. Me llamo Alfredo Pampanini.
De nuevo, risas y aplausos
-No me molestaría nada —continuó él— toda esta lamentable confusión de no ser porque yo, señores, nunca voy al cine. Es más, jamás he pisado una sala de cine en mi vida. Ni tan siquiera de niño, cuando estaba de moda pasar los domingos en uno de esos oscuros locales. Tenía y tengo siempre la imaginación demasiado ocupada como para perder el tiempo sentándome frente a una pantalla a esperar a que aparezcan cuatro fugaces sombras.
Era cierto. De niño, Pampanini estaba siempre tan entretenido en sus solitarios juegos que sus padres nunca hallaron el momento oportuno para llevarle al cine. Pasada la infancia, tampoco sintió nunca la menor curiosidad por entrar en una sala. Siempre que le proponían hacerlo, buscaba un pretexto, más o menos convincente, para evitarse lo que, para él, no era más que una tortura. Sospechaba que el cine era el arte más engañoso de todos y el único en el que nunca nada era cierto.
-No logrará engañarnos —dijo la vieja dama—. Pero Pampanini ya se había ido. En un rincón del terrado, Rita estaba presentándole a dos jóvenes amigas. Ambas se llamaban Genoveva. «No puede ser cierto», pensó Pampanini. Una de ellas, la más guapa, trató de advertirle de cierta amenaza que flotaba en el ambiente y le dijo
-¿No ha visto usted esos pájaros?
Había un número bastante elevado de pájaros colocados sobre un alambre.
-¿Y qué hay de particular en ello? —dijo él.
Rita le cogió del brazo y le condujo al extremo opuesto de la fiesta. Durante el trayecto, le preguntó si era verdad que no le gustaba el cine. Pampanini le dijo:
-Así es. ¿Y sabes por qué? Pues porque en el cine nunca nada es cierto, nunca.
Mientras decía esto, Pampanini no dejaba de girar constantemente la vista hacia el lugar donde estaban las dos Genovevas. Una de ellas, la menos guapa, le gustaba mucho y estaba pensando en entablar una conversación más duradera con ella cuando vio que Glen, el americano, se acercaba furioso a Rita y le recriminaba que hubiera tan poco alcohol en la fiesta.
-¿Y para qué quiere usted beber tanto? —terció Pampanini.
-Para marearme.
-¿A mí?
-Ande, siéntese.
Glen le acercó una silla y Pampanini, que no se atrevió a negarse, se sentó en ella. Aún no se había recuperado de su sorpresa cuando, con mayor sorpresa todavía, vio como de una espectacular bofetada Glen le cruzaba la cara a Rita.
Como nunca había visto nada parecido, se quedó pasmado. No puede ser cierto, se dijo. Glen huyó por los tejados y Rossi emprendió su persecución. Poco después, Rossi perdió pie al saltar de un tejado al otro y resbaló. A punto ya de caer, logró agarrarse del canalón del tejado y su sombrero cayó al abismo. Algunos invitados rieron como enloquecidos. No, no puede ser cierto, se dijo Pampanini. Y siguió allí sentado, literalmente pasmado.
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