En uno de los homenajes que incluye en su tramo final la edición del 50º aniversario de Las rumbas de Joan de Sagarra, el periodista José Martí Gómez —ambos coincidieron en El Correo Catalán y empezaron a compartir rones vespertinos— acaba su breve semblanza mandándonos (desde el respeto) a teclear en Google «Enric González–Joan de Sagarra» para obtener «un excelente autorretrato del autor». Si uno le hace caso, se da de bruces con una entrevista publicada en esta misma web allá por el año 2013, donde cuenta Sagarra que en su primer artículo para El Noticiero se le ocurrió mencionar que había estado tomando chocolate en casa de Ionesco, lo que propició que en aquel diario se comentara:
Pero hablando de sigillum, si hay alguien con un sello personal en la escritura es el Sagarra que nos ocupa, Joan, quien desde aquel imbatible y absurdo debut en prensa siempre ha admitido y casi tenido a gala lo de no tener carnet de periodista, incluso en los tiempos en que era acusado, entre otras fechorías, de intrusismo en la profesión; como si el titulito legitimara para algo a quienes lo tenemos (en mi caso, expedido a 17 de junio de 2003 por el rey emérito, nada menos). Tal vez esa condición de forastero, también debida a lo que sugería su partida de nacimiento, podría explicar la escasa presencia en internet de artículos, y no digamos ya entrevistas, acerca de un autor que ha sido y continúa siendo aplaudido por los grandes de las letras catalanas y nacionales —que no nacionalistas—, de Manuel Vázquez Montalbán a Quim Monzó, pasando por Enrique Vila-Matas, y que a lo tonto y como quien no quiere la cosa (es probable que no la quisiera) ha recibido el Premio Nacional de Periodismo de Cataluña, la distinción de Oficial de las Artes y las Letras de la cultura francesa, el Premio Ciudad de Barcelona y hasta la Medalla de Oro al Mérito Cultural de este consistorio.
Desde luego esta parte honorífica de su biografía a él mismo no podrá importarle menos. Lo que sí nos importa, al menos a quien esto escribe, ya que tristemente era uno de los que hasta ahora desconocía su obra, es el rescate en forma de reedición especial, cinco décadas después de su publicación, de estas rumbas por parte de Libros de Vanguardia. Un acto, se diría, de justicia poética (acaso la única que sí podría despertar algún interés a su autor, muy devoto de lo inútil), por cuanto este libro de culto dentro de la historia del columnismo reciente en español merecía ampliar sus públicos. Sobre todo tras haber sido mal fabricado para su edición original, en 1971: como si se tratara de una especie caducifolia, sus hojas se desprendían del volumen, haciéndolo aún más inasequible al gran público, no muy ducho en el arte de la reencuadernación.
Pero más allá de los motivos prácticos, de la «bonita excusa» del aniversario y de homenajear la retirada de Sagarra tras más de medio siglo escribiendo miles de piezas, la trascendencia de este relanzamiento tiene que ver con una de las escasas declaraciones recientes que tenemos de él, cuando admitía: «Soy de otra época», y no puede ser más cierto. Hoy en día en las redacciones —las pocas que subsisten— apenas quedan ejemplares de cronistas como Sagarra.
En el prólogo, el que fuera su buen amigo Josep Maria Carandell lo pone en su sitio (en el lugar que le corresponde, se entiende), que es el altar o la prisión de los malditos. Más que el estilo de su escritura, valora de estas columnas su fuerza expresiva y su radical lucidez. «Con su palpitación obliga al lector, más que a preguntarse si tiene o no razón en lo que escribe, a preguntarse por el hombre que lo escribe: ¿quién es él?», se cuestiona Carandell. Y revela su propio descubrimiento de que hay tantos Sagarras como artículos a los que dio forma, con más o menos dedicación o, digamos, ganas: está el Sagarra satírico y peleón (en este caso con la acepción de camorrista mejor que la de «vino muy ordinario»), el reflexivo y sentimental, el irritante y refrescante, el algo amargado y hastiado de el día de siempre —título, a su juicio «horrible», que le dieron a su sección—.
Pero en todas estas breves notas que, a diferencia de muchos de los ejemplos de hoy en este género periodístico, trascienden la actualidad (ese monstruo incorpóreo), Sagarra resulta auténtico; más aún visto desde los tiempos presentes, donde predomina la pose y todo se machaca como en un potito para su fácil digestión. Él, que soñaba con ser «el Sender, el Aranguren y el Marías de este país», una suerte de criatura tricéfala, podría haberse definido cuando cita a Stendhal: «Ya no sé lo que soy. Lo que sí sé, perfectamente, son las cosas que me entristecen o me alegran, lo que deseo y lo que detesto».
De eso, de sus anhelos y sus desprecios, se nutre este libro compuesto por un centenar de articulitos que estuvo pergeñando durante dos años y pico en el diario barcelonés Tele/eXpres desde 1968, curso del inconformismo por excelencia (aunque tuvo alumnos repetidores). Inspirándose en el espíritu y la actitud de sus venerados Antonin Artaud y William Burroughs, aunque más fácil de emparentar con Terenci Moix o el propio Vázquez Montalbán, su tono es deliciosamente insolente, dolorosamente acre e incendiariamente irónico; a la vez, nos emboba y nos hace pensar, pero sin pretenderlo, o más bien evitándolo a toda costa.
A veces estos escritos son verdaderos cuentos breves, tan cercanos a la ficción como a su disparatado día a día. Otros devienen pura prosa poética, surgida de su escritura (semi)automática y rítmica. Hay algunos que leemos como un sencillo dietario de sus correrías, que son las de un inadaptado, siempre a deshoras, o bien como una digresión continua. Incluso da la razón a una lectora que se quejaba de que sus artículos fueran «totalmente inaccesibles a una mayoría de lectores que no logran enterarse de qué se habla a lo largo de las veinte, treinta o cincuenta líneas allí escritas».
En tanto que analista social (¡aunque él nunca querría serlo!), resulta visionario cuando se dedica a constatar de forma implacable la ridiculez y la estulticia circundantes, sobre las que vierte su veneno emulando a un G. K. Chesterton. En sus rumbas, Sagarra habla muchísimo sobre Barcelona y contra Barcelona, esa ciudad europea y efervescente que de pronto se creyó la pera, «esa Barcelona de la mentira barata» que era y sigue siendo escenario de los ya célebres términos que acuñó para ella: la gauche divine, rebaño de la gente leída, guapa y progre; y la cultureta, esa cultura oficialista-nacionalista consagrada a «entretener polémicas de quiero y no puedo».
De esos dos movimientos que su ojo sagaz supo intuir y detectar brotan varios de sus argumentos, desde el catalanismo burgués («¡Lo que tiene que mortificarse uno para sentirse realmente catalán!») a la política municipal («allí, lo que es debate, poco; pero publicidad, mucha»), pasando por la ilustración añeja («Los intelectuales son muy divertidos, enormemente divertidos, y más cuando empiezan a echar barriga») o los premios literarios («no dejemos solito al intelectual, regalémosle el Nadal, no sea que se nos vuelva contestatario»). De esto hace cincuenta años, pero igual les suena.
Por supuesto no es su lugar de residencia el único blanco de Sagarra, quien como Dalí se declara un consumado cretinizador. También desmitifica y desmonta la risible solemnidad del ciudadano in —el modernete de ahora, para entendernos— que «no podrá pegar ojo pensando que se ha casado con una fascista porque a su mujer le gusta tal o cual película de John Ford»; la retórica vacua, el marketing y los vendedores de humo, los medios de comunicación y los ecos de sociedad («el oportunismo de papel couché»), la incipiente marcha ibicenca, el patriotismo de chiste, los disqueros —mucho mejor nombre que deejays, dónde va a parar— y su nariz de payasos, el consumo autoconsumado («en pocas horas se han vendido muchas cosas en este bendito país, muchas más de las que se han comprado»), los literatos sociales «que escribieron mal y aprisa» sobre su tiempo, la contaminación y el milagro de la inversión en aire puro, el chotis «chulo, facilón, falso y descaradamente exótico» de Madrid o los editores y los libreros, quienes «rivalizan entre sí en el viejo arte de epatar al posible y no pocas veces presuntuoso cliente». Por mencionar solo a algunos de sus damnificados.
Pero Sagarra, gracias al cielo, no es un mero provocador al estilo de los muchos trols de lo políticamente incorrecto que hoy acechan en el lodazal del nuevo columnismo (de alguna forma hay que llamarlo). En estas páginas saca a pasear su veneración por la tradición «fértil, bien hecha, hermosísima» y su cultivadísima francofilia, que en realidad le viene de serie. No es de extrañar que siempre se haya considerado ciudadano galo antes que español cuando cuenta que, siendo niño, ya trataba en el Café de Flore con iconos culturales como Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Boris Vian o Alberto Giacometti —que le daba patatas; un impúber alimentado por lo más glorioso de la cultura europea—.
También dedica varios textos a la música y, especialmente, las chansons de artistas como Gréco, Prévert, Piaf, Van Parys o Trenet, al que cita cuando afirmaba aquello de que «cuando el poeta ha muerto, la canción aún corre y se pierde por las callejuelas». La memoria (personal) es otro de sus grandes temas, y seguramente no lo hace de memoria, pero en sus artículos cita mucho a algunos de sus compañeros y referentes, especies en extinción como él mismo, empezando por unas cuantas jotas: Josep Pla, Jaume Perich, Just Cabot, Joan Fuster.
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