Una tarde pensé que podía visitar la tumba de Jim Morrison. Incluso bajo la lluvia, como fue el caso, el cementerio de Père Lachaise tiene mucha vida, lleno de turistas con ideas tópicas. A la entrada me dieron un plano para situar a todas las celebridades que allí descansan eternamente, pero no soy muy amigo de los planos y prefiero viajar a la deriva, como dijo el escritor Mariñas. Así que situé muy ligeramente la situación de la tumba de Morrison en mi cabeza y abandoné el plano ante el túmulo funerario de la numerosa familia Dubuisson.
Al cabo de media hora había localizado los restos de toda clase de celebridades (bueno, la situación de sus restos, claro), pero no los de Jim Morrison. Así que decidí abandonar esta búsqueda que, en realidad, me interesaba más bien poco, pues nunca fui muy aficionado a los Doors y mi visita esa tarde en el cementerio de Père Lachaise se debía básicamente a una extraña discusión que esa mañana habíamos mantenido La Nueva, mi novia, y yo.
Y, en efecto, me dirigía ya hacia la salida cuando me crucé con cinco jóvenes melenudos que con paso firme se dirigían hacía lo que sin duda tenía que ser la tumba de Morrison, pues su aspecto desgreñado y hippioso no ofrecía duda y su presencia en Père Lachaise sólo podía deberse a su admiración hacia el cantante de los Doors. Les seguí discretamente y en pocos minutos los jóvenes se detuvieron en una discreta esquina del cementerio e inclinaron sus peludas cabezas en señal de respeto. “Aquí está Morrison”, pensé, y me mantuve a unos pocos metros, esperando mi turno para acercarme hacia la tumba del célebre músico. Los muchachos guardaron silencio durante unos segundos hasta que uno de ellos recitó en francés unos versos que, imaginé, pertenecerían a alguna de las canciones de los Doors. Al terminar, se dieron media vuelta para irse y me miraron.
-Merci -les dije, mostrando la cámara de fotos que siempre llevaba conmigo en esos días, con una sonrisa cómplice, como queriendo decir: Yo también soy fan de los Doors.
-Eh? -dijo uno de ellos, casi en el mismo instante en que mi vista se posaba en la tumba que los jóvenes acababan de reverenciar y mis ojos leían una escueta pero informativa lápida: “Mirabelle Vercruyssen (1932-2003)”.
-Notre maman -explicó uno de los muchachos.
-Oh, la la -dije con creciente sensación de ridículo- C´est una bonique tombeau -añadí en mi francés inventado, mientras con mi cámara encuadraba el mejor plano posible de la tumba de la señora Vercruyssen.
Paraguas en llamas
Paraguas en llamas
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