10.9.19

Eduardo Lago:No soy nadie,¿quién eres tú? (Semblanza de Emily Dickinson)

1-Poco antes de llegar a Amherst por la ruta 91, semioculto entre los maizales, se divisa un pequeño campo de aterrizaje para avionetas, del que parten senderos de tierra que rastrillan el paisaje de la Nueva Inglaterra natal de Emily Dickinson, una de las voces poéticas fundamentales del canon literario norteamericano. Del otro lado de los hangares emerge una de las numerosas carreteras secundarias que se pierden por los campos aledaños, tejiendo una red que atraviesa granjas, prados y arboledas, sorteando graneros, casas rurales, silos, establos, vaquerías, almacenes y secaderos de tabaco. Por las rutas, tractores, pick-ups, vehículos de tracción doble, enormes camiones articulados que transportan productos agrícolas.

Una señal oxidada de hace más de medio siglo marca la línea divisoria entre los condados de Amherst y Hadley, en el valle del caudaloso río Connecticut, estado de Massachusetts. Amherst es una localidad apacible, cuya vida gira en torno al college que lleva su nombre, uno de los centros universitarios más prestigiosos de Estados Unidos. A la entrada de la población, en lo alto de una cuesta, hay un cruce de caminos, frente a una iglesia de ladrillo rojo. Torciendo en dirección este, por Pleasant Street, frente a un supermercado, se divisa un letrero con el logo de Mobil, a la entrada de una gasolinera. En el solar sonde se encuentra se alzaba hasta que fue derruida entrado el siglo XX, la casa en la que vivió Emily Dickinson desde los 10 hasta los 25 años, época en la que por dificultades económicas sus padres se vieron obligados a dejar provisionalmente la mansión natal de la poeta, situada en Main Street, la antigua vía de entrada al pueblo.

La casa de Pleasant Street colindaba con el Cementerio Oeste, que la joven Dickinson podía contemplar desde la ventana de su dormitorio. En sus cartas recuerda que durante el día le gustaba observar el espectáculo de los funerales y de noche le subyugaba el silencio que reinaba entre las tumbas. De no haber sido demolida se podría ver sin obstrucción el recinto donde la poeta está enterrada junto a sus seres más cercanos. De la parte posterior de la gasolinera sale un callejón vallado que conduce al cementerio, un espacio en forma de trapecio incongruentemente encajonado entre cercos y alambradas. Frente a uno de sus laterales hay un viejo motel de carretera que da la impresión de estar deshabitado, pero en realidad ha sido reconvertido en un complejo de apartamentos de renta baja. En el lado opuesto, una tupida red de andamios oculta la estructura de un hotel en construcción en el que hoy no hay nadie trabajando por ser domingo. Un sendero de tierra lleva directamente al cementerio, de extraña belleza, pese a encontrarse en un estado de semiabandono.

En las lápidas, muchas apenas legibles, se distinguen apellidos de rancio abolengo anglosajón, correspondientes a familias que se afincaron en Nueva Inglaterra hace numerosas generaciones: Hitchcock, Ames, Tiffany, Wakefield, Newton, Lapham, Atwood, Bigelow. Las tumbas presentan síntomas de descuido, salvo las que se encuentran en el interior de un recinto rodeado por una verja, situado en el centro exacto del trapezoide. Un sol débil de principios de primavera ilumina la hierba seca. Dos mujeres que aparentan tener algo más de cincuenta años están de pie delante de la tumba de la poeta. De vez en cuando dicen algo en francés. Al ver que alguien se acerca, deciden alejarse, dejando la puerta entreabierta. En el interior del recinto, enrollada junto a la verja, en un rincón, una delgada colchoneta de goma espuma hace pensar que algún admirador desequilibrado ha pasado la noche junto a la sepultura de la poeta. Frente a la parte posterior de la lápida, clavados en la tierra, se ven manojos de lápices y bolígrafos baratos.

Alguien ha dejado un frasquito con aceite perfumado hecho en Hawaii; junto a él, una concha de forma caprichosa, y los eslabones de un collar oxidado, entre otros objetos insólitos. El anverso de la lápida se asoma al espacio abierto del cementerio. Cuidadosamente cincelados, el nombre y el apellido de la poeta describen una curva debajo de la cual una inscripción que resulta en extremo misteriosa, dice que Emily Dickinson fue reclamada el 15 de mayo de 1886. Es la expresión que utilizó en su última carta, escrita la noche anterior a su partida de este mundo. En una misiva que tiene un solo renglón, la poeta se dirige a sus primas, Louise y Fanny, diciendo: Me reclaman. Antecedido de un guión, de los que tan profuso uso hacía en sus poemas, su nombre, en mayúsculas: −EMILY.

2

Es mediodía al llegar a la casa donde nació, murió y vivió en voluntaria reclusión Emily Dickinson. The Homestead es una mansión elegante y solitaria, de madera pintada de color marfil oscuro, rematada por una cúpula. La fachada da a Main Street, una vía más transitada en vida de la poeta de lo que lo es hoy, aunque el flujo de vehículos que llegan procedentes del Este sigue siendo considerable. Justo enfrente se alza una construcción de aspecto tétrico, hoy convertida en un modesto Bed & Breakfast en el que se alojan viajeros devotos de la poesía de Emily Dickinson, que buscan el privilegio de contemplar el mismo paraje que la escritora en vida. La dueña, una anciana sueca que adquirió el edificio hace más de treinta años, cuenta historias inverosímiles, que el personal que se ocupa de la conservación de la Casa-Museo se apresura a desmentir. La anciana, explican, padece demencia senil y ha perdido la noción de las cosas. Una de sus historias favoritas es que se negó a dar permiso para que se rodaran allí escenas de Una pasión callada, la película sobre Emily Dickinson protagonizada por Cynthia Nixon, pese a que le ofrecían dos millones de dólares. El lugar, inquietante, atestado de muebles de época, tiene encanto, pese a ser siniestro. Por las noches la anciana propietaria dispone luces espectrales junto a las ventanas, para dar credibilidad a su teoría de que el lugar está poblado de fantasmas.

Los límites del universo en que vivió Emily Dickinson son muy reducidos: a cien metros de The Homestead, al final de un sendero de tierra, se alza Evergreen, la casa señorial que hizo construir el padre de la poeta y que su hermano mayor, Austin, pasó a ocupar cuando contrajo matrimonio. Los huertos y jardines que se extienden por la propiedad apenas han cambiado desde la época en que vivía allí la familia Dickinson. Es mediodía al llegar a la Casa Museo, hoy convertida en un centro de peregrinación al que acuden sin apenas hacerse notar, como si no quisieran perturbar la paz del lugar, discretos visitantes procedentes de los rincones más remotos del planeta, en su mayoría mujeres que, tocadas por la fuerza enigmática de su palabra, aspiran a asomarse siquiera unos momentos al espacio íntimo donde Emily Dickinson vivió y escribió en la más absoluta reclusión por espacio de casi treinta años. Construida conforme al más puro estilo novecentista de Nueva Inglaterra, The Homestead fue rescatada del peligro de correr  una suerte similar a la casa de Pleasant Street por el poeta Archibald MacLeish, quien convenció a las autoridades de Amherst College, institución de la que fue miembro fundador el abuelo paterno de Emily Dickinson, de que la compraran.

 De no haber sido por su mediación, el solar sobre el que se alza la vivienda estaría hoy ocupado por algún tipo de establecimiento comercial. La casa conserva los rasgos neo-helénicos que le dieron los ocupantes cuando Edward Dickinson se la cedió durante su exilio temporal en la casa del cementerio. Cuando regresó a ella en 1855, hizo añadir un porche con columnas jónicas, le dio un aire italianizante, y añadió la cúpula que la poeta solía utilizar como observatorio nocturno. Además, el patriarca del clan Dickinson hizo construir en un ángulo de la planta baja un invernadero al que la familia se refería como “el conservatorio”, donde la poeta pasaba largas horas, cuidando especies de flora autóctonas y frágiles plantas exóticas. En un rincón del piso bajo un piano recuerda que Emily Dickinson soñó con ser intérprete profesional, idea de la que desistió tras acudir en Boston a un recital de Anton Rubinstein siendo joven.

El carácter de la casa depende en gran medida de los jardines. Toda la familia Dickinson tenía gran interés por la naturaleza y la jardinería, arte que la poeta aprendió directamente de su madre. Las mujeres de la familia dedicaban buena parte de su tiempo al cultivo y cuidado de una inmensa variedad de especies botánicas. Cuando su resistencia a salir de los confines de la propiedad llevó a Emily a negarse incluso a ir a la Iglesia, su padre, un hombre profundamente religioso, accedió, no sin antes pedirle a un clérigo amigo de la familia que dictaminara acerca de la solidez de su hija en cuestiones de teología. Salió airosa del trance lo cual no impidió que, con su sutilísimo sentido del humor, dijera de sí misma que era una encarnación femenina de Satán. El jardín pasó entonces a convertirse en su espacio sagrado, sustituyendo a la iglesia.

Emily empezó a observar y estudiar atentamente la naturaleza desde la adolescencia, llegando a componer con 19 años un herbario entre cuyas páginas compiló cientos de especímenes de plantas. Fue, de hecho, su primer libro. Andando el tiempo, se hizo de él una suntuosa edición de gran formato, cuyo valor actual es de 1.500 dólares el ejemplar, aunque el volumen está descatalogado. Mike Medeiros, un joven poeta que trabaja en las oficinas de la Casa Museo, muestra con orgullo una copia que ha tomado prestada de la biblioteca local. Algunas flores predilectas: gardenias, rosas gálicas, adelfas, lirios, camelias, dientes de león, ranúnculos, heliotropos, peonías, anémonas y un largo etcétera de nombres irreconocibles para el lego en asuntos de botánica. El huerto, el invernadero y los jardines de Evergreen y Hampstead, junto con el sendero que los atravesaba,eran para Emily Dickinson el mundo. “Mis flores están cerca y en el extranjero; me basta atravesar el jardín para estar en las Islas de las Especias”, escribió en 1866. Emily Dickinson obtuvo en vida un único galardón: el segundo premio de un concurso celebrado en el mercadillo de Amherst por un pan que confeccionó en el horno de la casa. En el obituario del periódico local, su cuñada Susan Gilbert la caracterizó como jardinera.

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Si se hace un diagrama de su vida, la imagen resultante es una serie de círculos concéntricos. El núcleo primordial, a modo de anillo protector, lo constituye el entorno familiar, presidido por la figura de su padre, abogado que llegó a ser miembro del Congreso estadounidense, hombre de corazón “puro y terrible”, por quien su hija sentía adoración. De su madre, una mujer débil, la poeta afirmó que no la asociaba con la idea de protección que ha de emanar de una figura maternal. Cuando al cabo de los años sucumbió a la locura, fueron sus hijas quienes hubieron de ocuparse de ella. Emily Dickinson siempre halló en sus hermanos un importante solaz tanto afectivo como intelectual. Ninguno de los dos se alejaría nunca demasiado del núcleo familiar. Cuando Austin, el mayor, contrajo matrimonio, se limitó a instalarse en la casa que se alzaba al otro extremo del jardín. Su esposa, Susan Gilbert, una mujer de origen humilde, hija de un tabernero, era un ser fascinante, difícil y en extremo sensible que jugó un papel crucial en la vida de la poeta, como su amiga y lectora más cercana. La hermana pequeña, Lavinia, muy apegada siempre a la poeta, es una figura particularmente enigmática. Su vida transcurrió en la misma casa, en medio de un aislamiento similar. El misterio que rodeó su persona es insondable. Alguien, debería escribir una semblanza que procure desvelar el fondo inescrutable de su alma.

Los Dickinson eran una familia acomodada que tenía una visión calvinista de la existencia. Emily fue una niña frágil y sus padres decidieron no mandarla a la escuela. Aunque le aterraba la idea de aventurarse más allá del umbral de The Homestead, un día, inexplicablemente, se atrevió a escaparse y cuando regresó contó, como en su día William Blake, que por el camino le habían salido ángeles al paso.

Su único alejamiento prolongado del hogar tuvo lugar hacia el final de su adolescencia, cuando estudió durante un año en el Seminario Femenino de Mount Holyoke, sede hoy de un prestigioso college. Compartió estudios con otras trescientas adolescentes y fue el único período de su vida en que permitió que el mundo tuviera vislumbres de una persona diferente, más abierta, incluso cosmopolita y vanidosa. En las columnas que escribía para el periódico del seminario hacía gala de un desenfadado sentido del humor, llegando a declarar, en medio del ambiente impregnado de religiosidad en que vivía inmersa, que era una mujer pagana. El espejismo no duró. Cuando al término del curso académico regresó al hogar, la casa familiar se cerró con firmeza en torno a ella.

Los vínculos que ataban a los miembros de la familia Dickinson a la casa y entre sí eran formidables, como si una ley no escrita hubiera dictaminado que ninguno de ellos podría abandonar jamás los dominios de la “casa del padre”, como llamaba la poeta a The Homestead. Emily Dickinson dejó para la posteridad un solo rostro, lo cual acrecienta aún más su enigma. El daguerrotipo que ha llegado hasta nosotros reproduce los rasgos de una adolescente de aspecto frágil e inocente. Tenía el pelo fino, de color caoba, y los ojos un tanto separados, de color jerez, para usar la misma expresión que ella. Al ser su única representación, su poder de evocación resulta excesivo, pues refuerza su imagen de reclusa puritana, debido a la rigidez y el estoicismo del gesto.

Emily Dickinson ha sido objeto de un buen número de biografías. La primera y más voluminosa, sin superar aún, la publicó en 1974 Richard E. Seller. Con más de un millar de páginas resulta tan apabullante como inútil, ya que el aluvión de datos no logra penetrar el misterio esencial que presidió su existencia. Seguir los pasos de una vida carente de sucesos obliga a regirse por criterios poéticos, como hicieron, entre muchos, el poeta francés Christian Bobin en La dama blanca o el narrador estadounidense Jerome Charyn en La vida secreta de Emily Dickinson, novela de delicada factura. Cada uno a su manera, los dos libros consiguen cercar certeramente el enigma. La escritura, en forma de cartas y poemas, definió con carácter de totalidad la vida de Emily Dickinson. Su poesía fue, salvo excepciones, abrumadoramente secreta. Su correspondencia, de una efervescencia incandescente, la mantuvo en contacto con un variado círculo de interlocutores que rondó el centenar de personas.

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Verano de 1858. Consumida por una oscura tensión de la que no da cuenta a nadie, empieza a coser libros. El proceso es infinitamente delicado: Cuando, al cabo de innumerables revisiones, daba por terminado un grupo de veinte poemas, los juntaba, los pasaba a limpio en papel de la más alta calidad, los enhebraba con aguja e hilo, y los guardaba para siempre en un cajón. Dedicó a esta labor de filigrana siete años, durante los cuales compuso cuarenta libros en los que ocultó un total de 800 poemas. De la existencia de estos libros no se supo nada hasta que su hermana los descubrió en su habitación el día de su muerte. Distribuidos en pliegos sueltos cuidadosamente ordenados había un millar más de composiciones, sumando así 1800 poemas, de los que en vida publicó tan solo 8. Dio a conocer algunos más que envió por carta a sus amistades, o hacía llegar a Evergreen u otras casas, acompañando frutas, flores, una tarta o una hogaza del pan que le gustaba hornear. Era consciente de que su poesía estaba condenada a ser póstuma. Hubiera sido incongruente que alguien que se ocultaba como lo hizo ella, mostrara interés por publicar.

Recibía revistas y boletines que la mantenían al tanto de lo que sucedía en los círculos literarios. Un día, en 1862, cayó en sus manos un ejemplar de Atlantic Monthly en el que aparecía un artículo titulado “Carta a un joven colaborador”. Lo firmaba uno de los editores, Thomas Wentworth Higginson. Dickinson, que a la sazón tenía 31 años, le envió un puñado de poemas, preguntándole si había vida en ellos. Higginson no supo ver la grandeza de lo que le envió Dickinson, y no los publicó, pero sucumbió al hechizo de su palabra escrita, manteniendo con ella una intensa correspondencia que duró los 24 años de vida que le restaban a la poeta. Pese a lo dilatado de su relación epistolar, a lo largo de aquel tiempo, se vieron tan solo en dos ocasiones.

De un valor incalculable, las cartas de Emily Dickinson nos muestran el revés de su escritura. Ocupan un total de tres volúmenes, de los cuales se hizo una antología que las caracteriza como una suerte de epifanías de la nada, por la  forma en que, como su poesía, logran modelar el vacío. Según sus editoras, cada carta de Emily Dickinson es una “nada de belleza paralizante”. Es mucho lo que oculta esta forma de la “nada hecha belleza”, por ello en una carta dirigida a su cuñada Susan Gilbert, incluía una advertencia que vale para toda su correspondencia: “Ábreme con cuidado”. Las cartas de Emily Dickinson ofrecen claves esenciales para entender tanto su poesía como a la propia autora. Solían tener, como muchas veces sus poemas, una dimensión visual, de orden arquitectónico. En las composiciones poéticas de Dickinson, los signos tipográficos y la disposición de las palabras tienen como trasfondo un peculiar paisaje de guiones que cambian de tamaño, variando también la disposición espacial de los versos. De manera aún más acusada, le gustaba jugar con sus cartas, construyendo con las hojas y los sobres delicadas estructuras que remedaban los más diversos objetos: una casa, un pasadizo, una ventana.

5

El círculo final, del que apenas salía, era el dormitorio, situado en un ángulo de la planta alta. El inventario era mínimo: una lámpara encima del escritorio, cuatro ventanas, dos orientadas al sur, hacia las colinas que rodean Amherst, y otras dos con vistas al sendero que lleva a Evergreen, en dirección oeste. Libros, no muchos, la Biblia, Shakespeare y poco más. Flores: las de la madreselva que se apretaba contra los cristales de las ventanas, y por dentro un jarrón, con lirios o heliotropos casi siempre; el catre monacal, cuyo armazón recuerda la forma de un trineo; un aguamanil de porcelana azul, algún cuadro, una estufa Franklin, de hierro. El espacio invita a la contemplación. Como dijo de su cabaña de Walden Thoreau, otro solitario formidable, es fundamental disponer de un espacio desde el que “afrontar los hechos esenciales de la existencia”. Dickinson se recluyó en su espacio esencial a los 25 años, permaneciendo en él durante tres décadas, a lo largo las cuales se dedicó a elaborar en silencio, preferiblemente a partir del momento en que sus familiares se entregaban al sueño, el asombroso corpus poético que habría de constituir lo que denominó su “carta al mundo”.

Visitar un lugar así es una experiencia en extremo poderosa, como dice ella que era su habitación, en la que me es concedido el privilegio de pasar unas horas escribiendo a solas. Casi todos los objetos que se ven son reproducciones que, sin embargo, logran recuperar la misma emoción que hubieran transmitido los elementos originales, devastados hoy por el transcurso del tiempo. Lo más perturbador, el maniquí sin cabeza que lleva su vestido, de blancura virginal. El papel floral que recubre las paredes es idéntico al que veía ella: su extraña perfección borra el efecto del tiempo transcurrido. A través de una abertura se puede apreciar, ajado y sucio, un retazo del original. Junto a la puerta, por fuera, inscrito con grandes caracteres, el poema que dedicó al lugar donde pasó encerrada por voluntad propia la mayor parte de su vida:

Dulces horas han perecido
en esta poderosa estancia —
Dentro de sus confines
ha jugado la esperanza,
Ahora sombras en la tumba. 
J 1767     
Es extraño estar aquí, como si la habitación, la casa entera, estuvieran situadas fuera del plano de lo real, o no existieran. Tratando de atrapar esta sensación, la poeta escribió: “La conciencia es la única casa que tenemos”.

A lo largo de las décadas, su aislamiento se fue haciendo gradualmente más extremo. Riguroso desde que con 25 años llegó a The Homestead, rozaba los 40 cuando el círculo de la soledad se estrechó todavía más en torno a ella, como la valva de una ostra alrededor de la perla cuya frágil belleza debe proteger. Encastillada en el piso de arriba, durante los quince años de vida que aún le quedaban se dedicó en exclusiva a la escritura de sus cartas y su poesía, renunciando definitivamente a poner un pie fuera del umbral de la mansión familiar, salvo para ver al médico. Dejó de ver a conocidos a los que siempre había estado dispuesta a recibir. Su vida se limitaba a leer y escribir a partir del momento en que sus familiares se entregaban al sueño y bajar ocasionalmente al jardín. Las escasas veces en que se la vio por las calles de Amherst, la suya era una presencia espectral. La huella visual que dejaba tras de sí era la estela de su vestido blanco.

6

Nunca explicó por qué para ella era esencial una forma tan radical de soledad. Tal vez, como sugiere la frase con la que se despidió del mundo horas antes de morir, tenía una conciencia particularmente aguda del carácter efímero de la existencia. Críptica de principio a fin, la única llave de entrada a la raíz de su misterio son sus cartas y su poesía. Desde la cámara de protección en que habitaba establecía relaciones duraderas por medio de la palabra escrita. De lejos atraía a los seres perdidos, a los locos, a los niños. El signo que preside todo lo que hacía es el de la pureza, simbolizada en su indumentaria. El vestido blanco, de esposa virginal; el lirio que ofrecía cuando, al cabo de meses de no ver a nadie, llegaba a ella un visitante procedente del mundo exterior:

El alma elige su propia compañía
Después — cierra la Puerta

Se volvía a iniciar entonces el ciclo de una soledad en la que las noches y los días conformaban un continuum, aunque el peso de las cosas quizá se aligeraba cuando la envolvía el manto protector de la oscuridad. Encerrada en su celda, redujo el universo a un código restringido de señales. En el universo infinito de sus noches, escucha sonidos que en el mundo de la vigilia pasan desapercibidos; es testigo silencioso de fenómenos sutiles, el viento al cambiar de dirección, las plantas siguiendo la trayectoria de la luz; el lento crecimiento de la hierba en el jardín; el crujir de unos pasos anónimos en la nieve; los gritos de las aves; el zumbido de los insectos; el aroma de las flores; el ruido de los trenes al pasar; los cambios de temperatura, la forma cambiante de las nubes, el tránsito de la luna, el parpadeo de las estrellas, el ciclo de las estaciones. Acabó por no recibir a nadie en persona, hablando con los visitantes a través de la rendija de la puerta, despojándolos de cuerpo y transformándolos en voces puras que le informaban del estado del mundo. Cuando era ella quien emitía señales, lo hacía de manera entrecortada, con las líneas quebradizas de sus versos, capaces de explicar el misterio del mundo que se negaba a pisar. En el universo sin dimensiones de su dormitorio, todo sucede en un mismo plano, que desdibuja los límites de lo posible. Una noche, de madrugada, se asomó a los ventanales que daban a la carretera y vio desfilar por delante de su casa una manada de elefantes. No había perdido la razón. Era el circo, que llegaba en plena noche a la ciudad.

7

Emily Dickinson se tropezó con sentimientos cuyo poder de destrucción era tal que no se atrevió a darles nombre. Sus anhelos más profundos constituían para ella misma el más inescrutable de los misterios. En medio de todo, la trágica ironía del deseo. De cuando en cuando, la sombra de una presencia masculina se asoma a su círculo secreto. Un hombre irrumpe en la casa, aunque casi nunca tendrá lugar un encuentro. Los primeros años, cuando permitía que esto sucediera, la poeta le entregaba al visitante un lirio blanco; ahora todo se limita a un intercambio de voces. A veces habla con el recién llegado desde lo alto de la escalera, aunque lo más frecuente es que lo haga desde el otro lado de la puerta entreabierta. De uno u otro modo, el encuentro es siempre breve:

Me vino a ver—una leve conmoción—
Después como un Hombre tímido
Otra vez Él, llamó — apenas un revuelo
Y la soledad se apoderó de mí—

El terror a disolverse, expresado de un modo que solo lo puede hacer una mujer. A fin de proteger los poemas que escribe en secreto, los cose en tumbas de papel. A la vez, se abre al mundo con sus cartas, cultivando formas de intensa complicidad con hombres y mujeres. En todo caso, la imagen que deja de sí en las cartas es difícil de precisar. Alguien que desempeñó un papel tan importante en su vida como Thomas Higginson dijo de la neblina que desdibujaba su figura, que era una bruma incendiaria, en alusión a la carga inequívocamente erótica de buena parte de su poesía.

Poco después de cumplir 30 años sucedió algo que sacudió los cimientos de su ser, una catástrofe invisible de la que desconocemos los detalles.

Escribe entonces cartas sobrecogedoras en las que expone al desnudo sus carencias afectivas, dirigiéndose a un amante imaginario, “the máster”, cuya identidad nadie ha sido capaz de establecer, un hombre a quien implora que abra su vida para ella y le permita entrar. En una de las cartas se refiere a su doloroso sufrimiento en solitario como “el terror”. Fuera lo que fuese dejó en ella una herida espiritual que liberó una inmensa energía creativa.

En el universo poético de Emily Dickinson, hay desequilibrio entre el tratamiento del amor y el de la muerte. Para el primero carece de nombre. No quiere que su palabra roce algo que sabe que la puede destruir. De la segunda habla con lúcida serenidad. Los versos tras los que alienta su pasión callada sólo los puede escribir una mujer enamorada. Dickinson habla de

un dolor—tan lacerante—
Que consume tu sustancia—
Después cubre el Abismo con un Trance—
Tal, que invita a la Memoria
A pisar con fuerza—alrededor—encima—
Y así, al desfallecer—
Llegar a salvo—a donde, con los ojos abiertos—
Dejarlo a Él caer—Hueso sobre Hueso

“Decir siempre la verdad, pero de manera oblicua”, reza uno de sus versos más característicos. En “El título divino es mío” se otorga a sí misma el papel de “Esposa”, eludiendo toda referencia al otro término de la ecuación. No sabemos quién pudo despertar sentimientos tan intensos, solo que quienquiera que fuese, la rechazó. Biógrafos y críticos han perdido el tiempo tratando de averiguar quién podría ser el depositario de sus emociones. Tenía 17 años cuando se enamoró de Leonard Humphrey, un joven profesor de Mount Holyoke. Con 50 inició un apasionado intercambio epistolar con el juez Otis Phillips Lord, un hombre de edad. Entre uno y otro extremo hay una larga lista de interlocutores con quienes mantuvo una correspondencia que trasluce anhelos que es difícil no ver como síntomas de una pulsión de signo erótico. Algunos creen que la visita que le hizo el reverendo Charles Wadsworth para despedirse de ella cuando se fue a vivir a otra parte del país está en la raíz de la poesía desolada que empezó a escribir en 1860. Richard Sewall, su biógrafo, cree que The Master pudo ser el apuesto Samuel Bowles, editor del Springfield Republican, periódico del que había un ejemplar en su escritorio el día que murió. No ha faltado, aunque la idea es poco plausible, quien señale la posibilidad de que fuera una mujer, como su amiga Kate Scott Anthon o la propia Susan Gilbert, su cuñada.

8

Si la escritura es un intento por derrotar a la muerte, Emily Dickinson estuvo muy cerca de lograrlo. Una de las regiones más sobrecogedoras de su corpus poético, la muerte es un territorio difícil de acotar en ella. Como dice un verso suyo “Este Mundo no es la Conclusión”, por eso el verbo morir no aparece en la lápida de su tumba. En su lugar, la idea del viaje, asociado a la espera:

Como no me pude detener
para esperar a la Muerte
La Muerte se detuvo
para esperarme a mí
En su Carruaje
sólo íbamos los dos
Y la Inmortalidad

La Muerte, sin embargo, no hace excepciones, y también fue algo real para Emily Dickinson, alrededor de quien fue dejando huellas antes de situarse frente a ella. En sus años finales se acumularon una serie de fallecimientos que la sumieron en una desolación inconsolable: la poeta Helen Hunt Jackson, nacida como ella en Amherst, Otis Lord y Charles Wadsworth, con quienes tanto se escribió. El golpe que más daño le hizo fue la muerte de su sobrino Gilbert Dickinson, un niño de 8 años, hijo de Austin y Susan, en cuya alma veía un doble de la suya. Su declive final empezó entonces. Emily Elizabeth Dickinson abandonó este mundo unos minutos antes de las 6 de la mañana del 15 de mayo de 1886. Amanecía cuando el médico de la familia, el doctor Bigelow, comprobó que había dejado de respirar.

Murió virgen. Tenía 55 años y hacía 25 que nadie veía su rostro en público. Su cuñada Susan la amortajó con el vestido de lino blanco que era su indumentaria habitual, pero no pudo asistir al funeral, porque su marido le concedió el privilegio a su amante, Mabel Todd. Su hermana Lavinia puso unos heliotropos en sus manos. Su cuerpo casi inmaterial fue depositado en un ataúd blanco, como si nunca hubiera dejado de ser niña. La hija de Mabel, de 6 años, colocó en su regazo un ramo de ranúnculos. Thomas Higginson recitó un poema suyo. La enterraron junto a su padre, fallecido doce años antes. En aquella ocasión, Emily Dickinson escuchó los ritos funerarios a través de la puerta entreabierta de su dormitorio. En el último momento, cuando se disponían a llevarse el féretro, se decidió a bajar y lo besó en la frente. Era la primera vez que tenía un gesto así con él. Jamás se había atrevido a besarlo cuando vivía. Horas después, en el silencio de la noche, se acercó a orar junto a su tumba, arrancó un trébol que crecía en el césped y lo guardó entre las páginas de la Biblia, un poema sin palabras más para el herbario que compuso siendo adolescente.

9

Cumpliendo un deseo formulado por su hermana mayor en el lecho de muerte, Lavinia Dickinson quemó toda la correspondencia dirigida a la poeta. Lo que no se esperaba era el asombroso hallazgo de los libros cosidos a mano. Lavinia hizo entrega de los poemas a Susan Gilbert, quien durante un tiempo acarició la idea de editarlos, pero comprendiendo que sería incapaz de hacerlo adecuadamente, acabó por confiárselos a Thomas Higginson y Mabel Loomis Todd, la amante de su marido. Cuatro años después, en 1890, apareció una antología que desvirtuaba la expresión poética de Dickinson, añadiendo títulos y modificando la singular disposición espacial de los versos y la tipografía. La recepción inicial fue de desconcierto. El mundo no estaba preparado para una propuesta tan novedosa y radical, pero poco a poco tuvo lugar una lenta reacción de reconocimiento, no sólo entre escritores de calibre, como Hart Crane, el poeta, o el crítico y novelista William Dean Howells, sino sobre todo por parte de hombres y mujeres ajenos a los círculos literarios que se sentían tocados en lo más íntimo cuando escuchaban el grito existencial de Emily Dickinson. Surgió así un mito asociado a su nombre, con su correspondiente culto, dándose comienzo a un fenómeno que persiste hasta hoy: la peregrinación hacia la casa de Main Street. Con el tiempo, tras numerosas ediciones, se restauró la puntuación originaria. 

Resulta paradójico que alguien que en vida optó por la invisibilidad y el anonimato esté considerada hoy una de las voces poéticas primordiales de Estados Unidos, a la altura de Walt Whitman, cuya lectura le fue prohibida por escandalosa y cuya voz estruendosamente viril se encuentra en las antípodas de la suya. Más paradójico aún resulta el hecho de que pese a que su poesía es intrínsecamente difícil logra conectar con todo tipo de lectores. Para llegar a Dickinson no hacen falta intermediarios. Enigmática, sin pulir, cortante, la búsqueda del absoluto que lleva a cabo en ella, el anhelo por llegar a lo esencial de la existencia, hacen de su poesía algo íntimo y cercano. Pocas voces son tan solitarias como la suya, pese a lo cual resulta inmediatamente reconocible, logrando que la extrañeza esencial que presidió su vida resulte una experiencia comunicable. 

La soledad radical en que vivió se encarna en imágenes imposibles, vehículos capaces de expresar formas del no ser, intraducibles. Sus versos son como los agujeros negros del idioma, capaces de arrastrar hacia el vacío la totalidad del universo. Redujo el lenguaje al latigazo de un solo vocablo: No, que definió como la palabra más poderosa del idioma y todos los números al cero, capaz de incendiar el pensamiento con su poder fosforescente. La tipografía acentuaba la extrañeza esencial de su palabra escrita. La voz que anima sus poemas, las frases en las que condensa lo que hay de esencial en la vida, están atrapadas entre guiones como alambradas. Coaguló el poder de la palabra en la imagen de la nada, que inmovilizó con terrible precisión en sus cartas. Su composición más conocida es un poema de dos versos en los que, identificándose con quien la lee, le invita a desaparecer con ella:

¡No soy nadie! ¿Quién eres tú?
¿También—Nadie—como yo?

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