Todo estaría de maravilla,de no ser por la maldita piel.Vladimir Nabokov
Se le debe agradecer a Sergio del Molino que se haya dedicado a la literatura para vengarse de la psoriasis. Stalin también la padeció y decidió vengarse de la humanidad. Así lo cuenta el propio escritor entre las páginas irritables de 'La piel' . El tirano soviético se avergonzaba de la suya, como se avergonzaban John Updike, Cindy Lauper, el narco Escobar y Vladimir Nabokov.
Son los personajes que 'interrumpen' las memorias de Sergio del Molino y que le permiten fugarse esporádicamente de su traumática relación con la enfermedad. Tan evidente en sus escamas, en sus eccemas y en sus secuelas como para sentirse un monstruo, pero también propicia a la reivindicación de la impureza. Mucho peor hubiera sido aislarse del mundo como hacían los ultras judíos de Qumran en la orilla del Mar Muerto. La comunidad fanática que originaron al sur de Jerusalén un siglo antes de Cristo requería la distinción de una piel inmaculada, aunque la propia excepcionalidad cutánea, premonitoria de las atroces hegemonías raciales, terminó convirtiéndose en la paradoja del exilio y del aislamiento.
“No puede rozarse la beatitud sin haber sentido antes la piel crujiente y dolorida”, escribe Sergio del Molino renegando de las almas puras. Ha decidido mistificarse con la vida, exponerse, arriesgarse, corromperse, de tal manera que 'La piel' representa lo contrario de los libros de autoayuda y de los manuales de confesiones que acaparan las librerías de los supermercados. No hay rastro ni de victimismo ni de doctrina de la esperanza. La prueba está en que el narrador de 'La piel' abjura del cinismo con que Cindy Lauper concibió un himno al porvenir de los apestados no ya indecoroso por la letra y el título —'Hope'— sino porque la antigua mártir de Brooklyn se había entregado al proselitismo de una poderosa compañía farmacéutica. “Los sarnosos, los monstruos, las brujas, los leprosos y todos los que viajamos juntos río abajo en la nave de los locos, atracando en los lazaretos de las orillas, no encontramos la menor esperanza en 'Hope', pero podemos echarnos a bailar con 'Girls just want have fun' mientras los cuerdos, los bronceados, los guapos, los atletas y los repeinados se burlan en la orilla a nuestro paso. Podemos seguir proclamando nuestro derecho a caminar al aire libre y divertirnos”
Es un libro atípico 'La piel'. No se puede catalogar como unas memorias ni tampoco como un ensayo científico, una novela convencional ni un bestiario. Del Molino reivindica y ejerce el derecho a la ficción, no digamos cuando habla de sí mismo. Sostiene Oliver Sacks que recordamos con nitidez muchos hechos biográficos que nunca sucedieron y nos hemos olvidado de otros episodios que ocurrieron realmente. La evidencia científica exonera de toda responsabilidad “histórica” al autor de 'La piel', entre otras razones, porque la mirada retrospectiva se confunde con los tiempos contemporáneos y con los venideros. Prevalece una superposición temporal que evoca el hallazgo narrativo de la 'Lolita' de Nabokov —la sincronía— y que Del Molino convierte en homenaje. Un aforismo del escritor ruso inaugura el libro —“Todo estaría de maravilla de no ser por la maldita piel”— y un capítulo evoca las marcas de la piel de Nabokov, también él rehén de la psoriasis y “compadre enfermo” de Sergio del Molino en la galería de los monstruos que se han escondido debajo de las camisas de algodón.
Ninguno tan feroz como Stalin ni tan despiadado en su venganza: “Los engendros de piel enferma quieren contagiar sus manchas y erupciones a todos (...) se consuelan provocando que la corteza del mundo enferme y se estropee como la suya propia. Si consiguen el poder suficiente, llevarán la sequedad, el escozor, la sangre del rascado y la fealdad de las escamas al último rincón del planeta”. El poder de Sergio del Molino reside más bien en las palabras, de tal forma que 'La piel' no es precisamente un libro inocuo ni placentero. Hiere y hace sonreír. Conmueve y escuece. Sacude y divierte. Incluso contiene una erudición y una enjundia filosófica que evitan la tentación de la vanagloria, independientemente de los pasajes lapidarios.
RUBÉN AMÓN
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