Cuando me casé con María Jesús de Elda y nos fuimos a vivir en la parte alta del paseo de Sant Joan escribí una crónica (en El País) que titulé Fantasmas y en la que decía que “para vivir en un barrio que no fue el tuyo, el de tu infancia y tu adolescencia, como es mi caso, para apropiárselo uno se ve forzado a recurrir con cierta frecuencia a los demás, a los fantasmas de los demás”. Y eso fue lo que hice. Fantasmas de Juan Marsé, como el de Carmen Broto, la puta roja, que solía tomar el aperitivo en la terraza del bar Alaska. Fantasmas pillados en los inquietantes relatos de Javier Tomeo, mi vecino, y fantasmas de Enrique Vila-Matas al que conocí a finales de los sesenta, cuando era un jovencísimo estudiante de periodismo y empezaba a escribir.
Fue leyendo un librillo de Enrique, La calle Rimbaud, donde descubrí que el niño Enrique Vila-Matas, que recorría a diario su mítica calle Rimbaud, el camino que iba desde su casa, en el 343 de la calle Rosselló, hasta el colegio de los Maristas del paseo de Sant Joan, vivía prácticamente en frente de dónde me fui yo a vivir cuando me casé con María Jesús y dónde seguimos viviendo. Y terminé mi crónica con estas palabras: “A ese niño que fue Enrique tal vez le haga gracia saber que su viejo compañero nocturno vive hoy encima mismo del que fue uno de los espacios más míticos de su infancia: el viejo cine Chile, hoy convertido en parking”
Han pasado los años, aquel chico que estudiaba periodismo se ha convertido en “uno de los referentes literarios más importantes de Europa y está traducido en 29 países” leo en La Orden del Finnegans (Ediciones Alfabia), y el niño Enrique, el de la calle Rimbaud, se ha convertido en mi primo Enrique, y las copas que nos tomábamos para colocarnos a finales de los sesenta en Tuset Street, tras prolongarse hasta lugares tan fascinantes e insospechados como el Peter´s Bar, en la isla de Faial (Las Azores), han acabado por desaparecer de la barra (para él, definitivamente; para mí, dentro de poco). Y, lo que son las cosas, hace escasos días que mi primo Enrique y su mujer, Paula de Parma, se han ido a vivir a un agradable pisito en lo alto de la calle Urgell…justo en frente de dónde vivía yo cuando conocí al jovencísimo estudiante de periodismo Enrique Vila-Matas.
La semana pasada Enrique y Paula nos invitaron a visitar su pisito. Tomamos el aperitivo en el Sandor y luego nos fuimos a almorzar a Il Commendatore, una pizzería restaurante que hay cerca de su casa. Yo creía que era un guiño malévolo de Paula (estuvo en la fiesta que dio la Casa de los Italianos con motivo de haberme nombrado commendatore de la República italiana), pero no: me bastó ver la afición con la que Enrique se zampaba una triste pizza, delgada como una hoja de afeitar, para cerciorarme de que Il Commendatore ha pasado ya a formar parte, como la comida para llevar del Corte Inglés, de la nueva vida de Enrique. Confío en que no acabe por bautizar Il Commendatore como Can Sagarra, en homenaje a aquel añorado Can Massana en el que solíamos ir a cenar.
Ya en el piso, me asomé a la ventana y pude comprobar que, efectivamente, yo viví en frente de dónde ahora vive Enrique, sólo que mi piso daba detrás de la calle, justo encima del patio de un colegio de jovencitas que me alegraban las mañanas con su clase de gimnasia. Paula, siempre tan atenta, había comprado una botella de Jameson, me serví una copa, encendí un habano y Enrique, como era de esperar, empezó a hablar de fantasmas. Me dijo saber que en aquella misma escalera había vivido el escritor José Mallorquí, el autor de El Coyote, y que, antes de la guerra, había albergado la editorial Molino, “la que publicaba las aventuras de Guillermo Brown”. Conociendo como conozco a Enrique, estoy convencido de que dentro de poco descubrirá, se acordará de que el joven Bresci, el anarquista que asesinó al rey Humberto I, vivió un tiempo en el principal, y que Kiki, el perro de la película Quai des Brumes, era el cachorro de la perra del portero, un tal Sir Walter Smart, que inspiró al Montolive durreliano. Como dice su amigo Perec: “Je n´ai jamais dit que ce dont je me souviens est vrai, mais c´est de ça que je me souviens ».
Yo le he recordado que no lejos de allí, de nuestras casas, estaba la redacción de la revista Boccacio, cuyo primer número salió a la calle en junio de 1970, y dónde el joven Enrique ejercía de crítico cinematográfico, recomendando películas “para intelectuales de gauche y de droite”. Y le he recordado que en la esquina de Urgell con Buenos Aires había la agencia literaria de Carmen Balcells, frente a la sucursal del Fondo de Cultura Económica de México, donde yo solía coincidir con Gabo (Gabriel García Márquez, que salía de visitar a Carmen Balcells), y juntos nos íbamos a tomar unos dry martinis a La Tour. También le hablé de la pizzería Mario y de que el edificio que acogía la redacción de Boccacio era el primero diseñado por Ricardo Bofill en Barcelona, dónde vivía Nuria de Arana, una de las chicas más guapas de la Barcelona de mi juventud, con la que iba a tomar unas copas antes de que cerrasen el Sandor. Y le hablé de una tienda de animales donde sonreía un tucán del que me había enamorado, y cuando reuní las 7.000 pesetas que me pedían por el pájaro descubrí que se había muerto: los dueños de la tienda se habían marchado el fin de semana y el pobre animal, delicadísimo, se había quedado sin alimento.
Le he presentado a Enrique mi barbero de la calle Buenos Aires. Esta semana se marcha a Colombia. Confío en que a su regreso sigamos hablando de fantasmas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario