Es una pregunta habitual en casa. Por ejemplo, al empezar y al acabar las vacaciones de verano, con las maletas y las bolsas ya cargadas en el coche, bien para ir o para volver de Calafell. ¿Dónde está el gato? Nos miramos como tontos unos segundos, luego lo buscamos por toda la urbanización, agitando el saco del pienso. Nada, ni rastro del gato. Lo mejor es tomárselo con calma y esperar; pero puede tardar horas, e incluso días, en dignarse a volver. Así que pasado el rato descargamos el coche y deshacemos algunas bolsas, las justas para prepararnos algo para cenar, quizá también para desayunar.
O cuando un día cualquiera suena el interfono en el piso de Barcelona, exactamente igual que sonaría un día cualquiera, pero esta vez es el veterinario en su visita anual para vacunar al gato y a la perra. Ninguno de los dos puede saber de quién se trata ni a qué viene, pero es sonar el interfono y la perra ya está temblando debajo del sofá, con una expresión de lo más dramática. ¿Y dónde está el gato? Ha desaparecido misteriosamente. Tras un rato de charla con el veterinario, mientras mi mujer busca en los armarios o agita el saco del pienso en el patio, este se va sin haber vacunado al gato –a la perra sí, no conoce ninguno de sus trucos y no tiene escapatoria–.
Son los casos de fuga más extremos, los más flagrantes de su largo historial de evasiones y desplantes, cuando la pregunta, aparentemente sencilla, adquiere tintes filosóficos. ¿Dónde está el gato? La misma pregunta se hacen también algunos de nuestros invitados, los más gatunos y gatunas, que anhelan verlo y acariciarlo y le buscan bisbiseando por el pasillo… ¿Dónde está el gato? Bueno, pues normalmente no sabemos dónde está, dónde se esconde cuando se siente importunado o estresado por las visitas y sus empalagosos reclamos. Pero el pasado junio, dos días después del intento fallido de vacuna, el vecino de enfrente nos contó que nuestro gato había pasado con él toda la tarde, estirado tranquilamente en su sofá, ronroneando y dejándose acariciar.
A veces se sube a mi mesa de trabajo y se tumba sobre mis carpetas, bajo el calor del flexo y me mira impasible mientras escribo. ¿Qué piensa? ¿Qué piensa de nosotros? ¿Nos desprecia? ¿Acaso piensa pasar las Navidades en casa del vecino? ¿Es allí donde va cuando cae la noche y sale por la gatera, recién cenado y acicalado? ¿O a dónde va? ¿Y de dónde viene de madrugada?
Es un misterio. Los gatos son un misterio que atrae a los espíritus bohemios y piadosos; generalmente mujeres, sus principales benefactoras. Mujeres que, hechizadas por sus encantos, velan por ellos y les alimentan en los áridos descampados, en las urbanizaciones, en las colonias de los patios interiores del Eixample. El sector femenino de mi familia es buen ejemplo. A mi hermana, más allá del cambio climático o los planes soberanistas, sólo le preocupa qué será de sus gatos. A mi hija, viendo la película Alien, sólo le hace sufrir el gato de la teniente Ripley, mientras el resto de la expedición son exterminados uno tras otro. Y mi mujer habla con nuestro gato; en cuanto se levanta por las mañanas, el gato le sigue hasta el baño y, aunque cierran la puerta, allí oigo que él le dice algo y ella le contesta.
Que las mujeres y los gatos parecen entenderse lo sabía Hemingway cuando en 1925 escribió un breve cuento que Gabriel García Márquez consideraba el mejor que había leído nunca. El gato bajo la lluvia. En junio del año 2000, mi amigo Enrique Vila-Matas, amargado porque no entendía el cuento ni porqué Gabo lo consideraba el mejor, aprovechó una charla sobre el género en Bellaterra para que los estudiantes le ayudaran a entenderlo.
Querido Enrique, el análisis del cuento podemos dejarlo en manos de tus oyentes universitarios, que demuestran saber bastante. En cuanto a las razones por las que Gabo lo consideraba el mejor cuento que había leído, me temo que ya solo podemos hacer cábalas. Mejor quedémonos con una imagen: una mujer joven, apasionada y caprichosa, profundamente aburrida en un hotel extranjero, un día lluvioso, mirando por la ventana. El despistado marido leyendo en la cama, pasivo e indiferente, totalmente ajeno al deseo arrebatado que lleva a su mujer a rescatar al gato callejero bajo la lluvia… Quiero un gato. Quiero un gato. Ahora mismo.
* Enero 2017, Vanity
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