Más que novela, Las diez y media de una noche de verano, por su extensión y pautas narrativas, podría considerarse un relato largo al gusto del llamado nouveau roman, un movimiento que constituyó una novedad por entonces al eliminar muchos recursos de la novela clásica en aras de una objetividad transmitida a base de sensaciones para evitar la interpretación personal del narrador. A pesar del título, la acción transcurre a lo largo de veinticuatro horas y supone un vuelco en la vida de cinco personas
Aquí la imagen es la protagonista: cada retazo de paisaje, oscilación climatológica, gesto, actitud y sensaciones de los personajes son descritos minuciosamente. Hasta los diálogos, aunque significativos, parecen anecdóticos y fuera de contexto. El relato progresa, sin que apenas nos demos cuenta, a un ritmo exageradamente lento, de la forma menos explícita posible. La autora consigue con ello, por una parte, un marcado clima poético que de alguna forma equilibra la crudeza de ciertas escenas, por otra, nos convence de la veracidad de unos hechos que nos parece estar viviendo paso a paso. Lástima que la traducción resulte algo forzada y muchas veces poco convincente.
Aunque ni de lejos puede encuadrarse en el género policíaco, el argumento se abre con un asesinato y tendremos garantizado el suspense siempre que nos armemos de paciencia. Claro que no es el tipo de suspense que puede esperarse con un planteamiento de ese tipo. Ni su objeto es siempre el mismo, se va renovando con el tiempo: cuando un conflicto se resuelve otro ocupa su lugar. Conflictos soterrados en su mayor parte, que se producen en el interior de los personajes o que ocurren tan en secreto que apenas repercuten en su entorno.
El episodio culminante es sin duda esa persecución nocturna -silenciosa y de andar por casa- que se va gestando al compás de la lluvia, los relámpagos, la respiración de los durmientes y que, al margen del desenlace, servirá al lector para hacer elucubraciones de todo tipo. ¿Estará la policía sobre la pista y perseguirá a la familia francesa? ¿Habrá cogido María la pistola y se tomará, ella también, la justicia por su mano?
Pero la cuestión es mucho más simple. Lo que se plantea es un paralelismo entre dos situaciones similares que se resolverán de forma muy distinta. El melodrama que tiene lugar en tierras aragonesas se opone a la suave transición que –por usar el tópico– se producirá entre gente civilizada: ese reducido grupo de turistas que la tormenta detiene en su viaje hacia Madrid. Matrimonio, infidelidad, venganza, alcoholismo, celos.
En diferentes grados y condicionados por los fenómenos naturales. Es cierto que la tragedia surgida en el ámbito rural ni siquiera se insinúa entre los visitantes, pero advertimos en estos una especie de nostalgia, de envidia por unos sentimientos tan a flor de piel, un aburrimiento, en definitiva, que aflora en ese afán por inmiscuirse en la aventura ajena, con el propósito de vivirla aunque sea de forma indirecta ya que no hay agallas para asumir la propia.
¿Qué desenlace puede esperarse de un conglomerado tan prosaico? Pues nada espectacular, una escena cotidiana parecida a cualquiera de las que Duras nos ha ido mostrado hasta ahora.
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