El 7 de julio de 1960 —sí, san Fermín—, hace exactamente sesenta años, aparecía en Gallimard la novela Las diez y media de una noche de verano (Dix heures et demie du soir en été), de Marguerite Duras. Novela extraña, aunque ya solo fuera porque transcurría en un enclave aragonés. En circunstancias distintas a las de este año, habría podido organizarse hasta un ferrocarril —una especie de Transiberiano en miniatura, digamos que un Transdurasiano—, que saliera de Zaragoza y entrara en Pamplona en plenas fiestas para celebrar allí los sesenta años exactos del libro.
Claro que no sé a quién habría atraído este proyecto. Las diez y media de una noche de verano sigue siendo, sesenta años después, una novela rara que utiliza un tiempo muerto para hablar de los celos entre unos “civilizados” parisienses a los que una tormenta detiene en una población en la que acaba de cometerse un crimen pasional, supuestamente muy español. Una novela rara en la que nos perdemos de pronto por una carretera aragonesa donde el tiempo no avanza y el contraste entre la frialdad de unos y el bulto del asesino oculto crea una atmósfera literalmente chocante. A diferencia de ahora, cuando las escritoras, por el solo hecho ya de serlo, cuentan con el apoyo casi implícito de sus queridas colegas, Duras, empeñada en forjar una literatura muy personal, tuvo que luchar contra todo dios o diosa. A Simone de Beauvoir, por ejemplo, no le faltó tiempo para decirle al editor Gallimard: “Explícame a Duras, porque no entiendo nada”.
Es normal que Duras fuera acumulando rencores y que años después terminara por preguntarse por qué había aceptado tanto tiempo todo tipo de consejos, críticas, risas y vejaciones. En un texto inédito dice de aquel periodo: “Voy a hablar bien de mí. Alguien tiene que hacerlo. Impresiona ver cómo por aquellos días nadie creía en lo que yo hacía”. La acusaban de estar demasiado pendiente del hecho de escribir. “Ves, nosotros, no hablamos de ello”, le decían tanto su marido, Robert Antelme, como Dionys Mascolo, que precisamente eran los clásicos intelectuales franceses, esclavos de la escritura, en claro contraste con Gérard Jarlot, el hombre guapo y tenebroso del que nunca se habla, seductor, salvaje, divertido, culto, escritor solo a ratos, un hombre libre y gran embaucador con el que vivió una extrema gran aventura de amour fou que muy pocos saben que está detrás del tenebroso clima pasional que centra la historia de su relato aragonés; relato doblemente decisivo porque, gracias al talento de Jarlot, ella pudo dar un giro y empezar a escribir novelas de un estilo por fin nuevo, Las diez y media de una noche de verano, entre ellas.
Cinco años después de aquel 7 de julio, Lacan le dedicaría unas palabras bellísimas: “Que no llegue nunca Duras a saber que escribe lo que escribe, porque se perdería y eso sería una catástrofe”. Y los seguidores de esta escritora nos enteramos entonces de cómo había en realidad que leerla (y explicarla): perdidos como Simone de Beauvoir en una carretera baturra.
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