Bajo el agua parece que el fracaso no existe.
Miro a los otros nadadores de las otras calles de la gran piscina.
Nos miramos vagamente; las gafas de bucear impiden
ver el color de los ojos, ver los rostros torturados.
Nadamos y nadamos como fantasmas hasta las once de la noche,
cuando cierra el gimnasio.
Es obvio que no tenemos dónde ir.
Luego nos vemos en las duchas, desnudos.
Somos cinco o seis.
El encargado nos conoce.
Somos siempre los mismos, a veces falla alguno.
No nos hablamos.
Si falla alguno, pensamos con alegría que se ha atrevido,
que al fin alguno de nosotros lo ha hecho,
que se ha levantado la tapa de los sesos,
hasta que al día siguiente reaparece.
Nos hace ilusión pensar que ya quedamos menos.
Sabemos perfectamente por qué nadamos por la noche.
Hay un bar de copas al lado del gimnasio.
Ninguno de los nadadores nocturnos
quiere llegar a casa a las once y media.
No hay gimnasio con piscina
que abra hasta las seis de la madrugada.
En el bar nos encontramos, no nos hablamos.
Conocemos nuestros rostros, el color de nuestros bañadores,
el modelo de gafas, buenas y caras gafas siempre,
Adidas de competición rojas o azules,
la fuerza en la brazada, el estilo del crol
de cada uno de nosotros, los nadadores nocturnos.
Bebemos en ese bar, regentado por chinos casi muertos,
después de haber nadado hasta el agotamiento.
Bebemos y nadamos, esa es nuestra vida,
pero jamás, nunca jamás nos dirigimos la palabra,
es un pacto, un raro pacto entre samuráis hundidos.
Si alguno de nosotros necesita algo,
solo le prestaremos
el estilete más afilado de España.
La muerte nos gusta, por eso nadamos y nadamos
hasta que el gimnasio cierra y nos echan,
con los brazos convertidos en acero, músculos
tan atormentados, tan desesperados
como los planetas sin nombre,
dando tumbos en la estúpida oscuridad del universo.
Siempre estamos esperando
que alguno no venga nunca más,
pero resistimos como hijos de perra,
todo un misterio de los nadadores nocturnos
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