Encuentro en un artículo, El original, de Rodrigo Fresán, sobre Bob Dylan una anécdota que sé que me acompañará durante tiempo. Chris Shaw -ingeniero de sonido de cabecera de Dylan desde hace unos años- cuenta que al final de un concierto se acercó al cantante y, refiriéndose a la interpretación que acababa de hacer de It's alright ma (I'm ony bleeding), quiso saber si alguna vez la había vuelto a tocar como en la versión original. Dylan le miró y le dijo: "Bueno, ya sabes, un disco no es más que el registro de lo que estabas haciendo ese día en particular. Y a nadie le gustaría vivir el mismo día una y otra vez, ¿no?".
La anécdota, como comenta Fresán, no sólo insinúa un credo artístico, sino todo un modo de vida. Y me ha hecho pensar no sólo en la necesidad que siempre tuve de modificar todo lo que se presentara como original, sino también en la angustia que me alcanza como escritor cuando alguien me habla de una página, de un capítulo o de un libro entero ya publicado. Sucede a menudo cuando se presenta una novela en el extranjero y uno ha de aparecer en público como si viniera de acabar de escribirla y, además, suscribiera todo lo que allí dijo. Precisamente escribimos para lo contrario, para ir modificando nuestros originales. Son situaciones muy equívocas y en ocasiones rayan en la pesadilla cuando uno ve que el prójimo se ha hecho fuerte en la creencia de que uno es el mismo que hace unas horas o unos años escribió todo aquello.
-¿Por qué ha escrito sobre suicidios? -preguntan de repente en Ámsterdam.
Y uno hace muchos años que abandonó ese tema.
Pero es que, por abandonar, también se abandona el tema del día anterior, y hasta la frase escrita hace cinco segundos; sin ir más lejos, la frase que encabeza este artículo la pondría ahora de otra forma, pues no en balde han pasado ya unos minutos desde que la escribí y hubo tiempo para muchas cosas, entre ellas para que Fresán, ajeno a lo que estaba aquí escribiendo, me mandara por e-mail una foto de su casa nevada al norte de Barcelona. De haber llegado cinco minutos antes su e-mail, tal vez ahora estaría escribiendo sobre la originalidad de la nieve en las canciones de Bob Dylan.
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- Me divierte modificar todo aquello que nos presentan como original. Y escandalícese quien quiera, pero esencialmente escribo para divertirme. Así al menos llegué a la escritura; llegué con la idea de haber encontrado algo que me permitiría empezar a pasármelo bien.
Todo lo que es innovar para mí equivale a diversión. Y viceversa. Me divierto (innovo), luego escribo. La ficción es experimentación; cuando deja de ser eso, deja de ser ficción. Hay muchas novelas que no innovan, y a mí, al menos, todas aquellas que no innovan me producen una sensación de déjà vu brutal, y en consecuencia un aburrimiento completo. Está lleno de novelas que no experimentan, que para mí no alcanzan ni la estatura de la ficción, que es pura innovación siempre.
"Uno nunca escribe una frase", decía John Cheever, "sin sentir que nunca se ha escrito de esa forma, y que puede que incluso la sustancia de la frase no se haya sentido nunca. Cada frase es una innovación". Y aquí viene algo ahora a tener en cuenta: la innovación, que está ligada a la diversión, se halla estrechamente conectada a la creación de un universo moral. Es decir que se puede llegar a la creación o consolidación de una ética por los caminos de la diversión.
Mi moral de escritor está relacionada con una moral de la forma y con la idea de que toda obra escrita está fundada sobre el vacío, pero, aun así, un texto debe tener madera de héroe y tratar de abrir nuevos caminos, tratar de decir lo que aún no se ha dicho. Sí, lo que aún no se ha dicho. Me equivoco, luego escribo.
Porque en una descripción bien realizada, aunque sea obscena, hay algo siempre moral: la voluntad de decir la verdad. Piénsese en la literatura de riesgo de Kafka, que nunca estuvo interesado por la realidad, sino por encontrar la verdad. Creo que cuando se usa el lenguaje simplemente para obtener un efecto, para no ir más allá de lo que nos está permitido, se incurre paradójicamente en un acto inmoral.
Hay siempre una búsqueda ética en la lucha por crear nuevas formas. Se habla de novelas convencionales divertidas y son, en efecto, divertidas, pero también indecentes. Porque cuando se usa el lenguaje simplemente para obtener un efecto, es decir, para no ir más allá de lo que nos está permitido, se incurre paradójicamente en un acto inmoral. Me gustan los autores en los que hay una búsqueda ética precisamente en su lucha por crear nuevas formas. Está claro que el escritor que trata de decir la verdad, que quiere ampliar las fronteras de lo humano, puede fracasar. En cambio, el exitoso autor de productos literarios que imitan a otros productos ya hechos, no fracasa, no corre riesgos, le basta con copiar el original, con aplicar la misma fórmula esclerótica.
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- Y bueno, en todo este asunto hay casos ya extremos, como el de Pasolini, por ejemplo, que no sólo se arriesgó en sus escritos, sino que terminó pagando con su propia vida su pasión por la aventura. Y, aunque sin duda distinto, nos encontramos, más reciente, el caso de Francisco Casavella, muerto a finales de nuestro desgraciado diciembre. Alguien dijo que él era feliz y todo le iba bien y que no se comprenden los motivos que podía tener para forzar tanto la máquina de ciertos riesgos. Sin embargo, la literatura no es nada sin esos riesgos. Y a Casavella, además, le gustaba la innovación que se esconde en cada noche y en cada texto y tenía madera de héroe. Y siempre supo ir lejos en su pasión por la aventura. Sus verdaderos lectores saben muy bien cuál era su moral, y en consecuencia lo divertido precisamente que era.
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