La casa museo del poeta ha construido un plano a escala real del apartamento al que llegó en 1920 Pessoa con su madre y sus hermanos y en el que vivió solo durante varios periodos hasta su fallecimiento en 1935 a los 47 años por dolencias vinculadas a su afición al alcohol. En un cuarto interior diminuto en el que apenas cabe un catre y un baúl como el que contenía los 25.000 folios inéditos que dejó el autor se acomodó Pessoa los primeros años.
En una de las habitaciones exteriores, a la que es probable que se cambiase en una de las etapas en que estuvo sin su familia, está ahora expuesta la cómoda alta de la que habla en una carta en la que cuenta cómo nació Alberto Caeiro, uno de sus tres principales heterónimos junto a Campos y Ricardo Reis (“no es un filósofo: es un sabio”, dice del primero Octavio Paz, uno de los grandes entusiastas de la obra del portugués en el mundo hispánico; “poeta futurista”, “cosmopolita” y “dandi vagabundo”, define al segundo; “pagano y escéptico por convicción, latinista por educación”, esboza sobre Reis).
Al lado está el estudio, en el que el museo expone la hoja con la última frase que escribió el autor: “I know not what tomorrow will bring” (“No sé lo que el mañana traerá”). Una planta más abajo los visitantes podrán encontrarse con la gran novedad de la casa, alrededor de 1.200 tomos originales en español, gallego, francés, griego, italiano, latín, portugués y, sobre todo, inglés de los más de 1.300 que componían la biblioteca personal del autor cuando este murió. Buceando un poco entre los lomos de los volúmenes se llega a los cinco de una antología de literatura clásica griega traducida al inglés, de uno de los cuales sale el epigrama de Páladas de Alejandría —”Hoy dejadme vivir bien; nadie sabe lo que podrá ser mañana”— que inspiró la susodicha última frase del poeta, según el catálogo A biblioteca particular de Fernando Pessoa.
El portugués la resalta en su edición de 1916, como se puede comprobar en la versión digitalizada de las obras disponible en la web del museo, cuyo acceso ha facilitado la institución en una pantalla instalada en un costado de la sala. Aunque los libros no se pueden hojear, la experiencia de husmear desvergonzadamente por la biblioteca de uno de los mayores escritores del siglo XX es impagable.
Entre las cuatro filas de libros, dos ediciones rústicas aparecen destacadas: una antología de tapas cobrizas de Walt Whitman publicada en 1895 (dice Harold Bloom en ‘El canon occidental’: “Pessoa no estaba loco ni era un simple ironista; es Walt Whitman redivivo, aunque un Whitman que da nombres distintos a mí mismo, mi yo real y mi alma, y escribe maravillosos libros de poemas para los tres, así como un volumen distinto bajo el nombre de Walt Whitman”) y un ejemplar de 1910 de los Rubaiyat de Omar Jayam en la célebre traducción al inglés de Edward FitzGerald, el volúmen más anotado de la biblioteca pessoana.
El escritor conoció los cuartetos en un ensayo sobre poesía persa de Emerson (incluido en Works of Ralph Waldo Emerson, un tomo encuadernado en tela roja ya desvaída y letras doradas de 1902 también expuesto en el museo), de acuerdo con un ensayo del experto Fabrizio Boscaglia. Pessoa tradujo 42 poemas del libro para una antología que intentó publicar infructuosamente y escribió 172 cuartetos bajo la influencia de Jayam-FitzGerald (la mayoría incluidos en una edición bilingüe que publicó en 2015 Gallo de Oro). “Omar Jayam fue, no el autor, sino la inspiración de FitzGerald”, escribió el portugués en su ejemplar de los Rubaiyat, donde también confesó: “Los traduje, como los había traducido FitzGerald, con justa y proba improbidad”.
Pessoa tenía alrededor de una veintena de libros en castellano, la mayoría obras menores o de consulta, con ausencias muy llamativas como el Quijote y el Siglo de Oro español (si bien llegó a tener las Poesías satíricas de Quevedo y Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana, que recopiló Menéndez y Pelayo, de acuerdo con los investigadores Jerónimo Pizarro, António Cardiello y Patricio Ferrari). En cambio poseía las obras completas de Rosalía de Castro en gallego y una edición madrileña del cuento Nochebuena de Gógol (según Pizarro, el portugués también leyó el Zaratustra de Nietzsche en español).
Otra de las obras editadas en España, De la dictadura a la república. La vida política en Portugal, del valenciano Luis Morote, se encuentra destacada en la primera planta del museo, en la sección dedicada a los heterónimos. Forma parte del grupo de 25 libros que firma como propios Alexander Search, uno de los primeros desdoblamientos de Pessoa.
En la misma sala están a la vista el icónico retrato del poeta que pintó José de Almada Negreiros —un Pessoa anguloso y esbelto que mira hacia el vacío sentado a la mesa en el rincón oscuro de un café—, los esbozos de los tres heterónimos que el propio Negreiros talló en un mural junto a otras figuras literarias en el pórtico de la Facultad de Letras de la Universidad de Lisboa, así como una máquina de escribir que usó Pessoa en una de las tantas oficinas en las que trabajó como traductor comercial freelance —ubicada, por cierto, a una calle de la Rua dos Douradores, centro vital del asistente contable Bernardo Soares, a quien Pessoa adjudica la segunda parte de su obra magna, el Libro del desasosiego.
Pessoa no solo trabajaba en el mismo vecindario que su semi-heterónimo (lo llamó así en una carta), también tenía en su biblioteca uno de sus libros predilectos, las Reflexões sobre a língua portuguesa, del padre Francisco José Freire. Dice Soares en el Desasosiego que dormía con ese libro en la cabecera de su cama. Asomados a la ventana del piso en el que vivió Pessoa, los visitantes del museo tienen todavía la oportunidad de jugar con la idea de que están viendo algo parecido a lo que vio Soares una mañana lluviosa de 1929 en la que le costaba levantarse: “Desperté.
El sonido de la lluvia sobresale más alto en el exterior indefinido. Me siento más feliz. Cumplí algo que ignoro. Me levanto, voy a la ventana, abro las puertas con una decisión de gran valentía. Luz en un día de lluvia clara que me ahoga los ojos en una luz pálida. Abro las propias ventanas de vidrio. El aire fresco me humedece la piel tibia. ¡Llueve, sí, pero aunque sea lo mismo es al final tanto menos! Quiero refrescarme, vivir, e inclino el cuello a la vida, lo extiendo por la ventana hacia afuera como hacia el yugo abstracto de Dios”.
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