Cuando se habla de un clásico del pasado no se asume ningún riesgo, pues el tiempo ya ha emitido su dictamen y hay unanimidad sobre el valor de una obra. A veces, en un ejercicio de terrorismo intelectual, algún crítico cuestiona los méritos de libros consagrados, pero esas valoraciones intempestivas se quedan en el terreno de lo anecdótico. Aunque Paul Groussac y, más tarde, Borges, se mofen de la “prosa de sobremesa” del Quijote, sus sarcasmos no sientan escuela. Siempre es más arriesgado hablar de los clásicos del mañana, señalando las obras que en el futuro gozarán de esa consideración.
No conozco a Javier Marías y creo improbable que algún día lleguemos a hablar, pues su fama de escritor reservado y algo huraño le sitúa en un dominio semejante al de Glenn Gould y Bobby Fischer, dos genios que huyeron del ruido del mundo. Creo que mi existencia es más anómala que la suya, pues desde hace casi veinte años vivo en las afueras de un pueblo de Madrid, feliz en mi aislamiento y con una curiosidad decreciente hacia las actividades que alteran mi rutina.
Javier Marías parece estar más conectado al mundo, pese a que no tiene móvil –creo-, no frecuenta las redes sociales, utiliza máquina de escribir y no ordenador, y cultiva los malentendidos alrededor de su persona, disfrutando no sin cierta malicia con su capacidad de desconcertar e irritar. Le guste o no, pertenece al círculo selecto de los raros. Yo no me incluyo ahí. Sería presunción, pero sé que no vivo como los demás. ¿Podríamos entendernos? Lo dudo. Los que han elegido instalarse en la periferia de la normalidad, suelen ser intratables y no soportan toparse con alguien que tal vez les recuerde algo de sí mismos. Lo previsible es que si, por azar, llegan a encontrarse, se detesten cordialmente. O quizás sin ninguna cordialidad.
¿Es un hombre malvado Javier Marías, como Thomas Bernhard, siempre predispuesto al denuesto y el improperio? ¿Es uno de esos “viejos cabrones” –cito palabras suyas- que aprovechan la gloria para cerrar el paso a una nueva generación de escritores? ¿Es machista, como dicen algunos? Presumo que no es malvado. No sé cómo será en la intimidad, pero no ha cometido ninguna felonía de dominio público. Nadie puede reprocharle una vileza que haya dejado una mancha indeleble. ¿Viejo y cabrón? Joven no es, desde luego. Yo tampoco, pero eso no es un defecto, sino un irreversible hecho biológico. En este caso, cabrón es un pleonasmo, un sinónimo de malvado. Ya me he pronunciado en ese sentido. ¿Tapón generacional? Me parece que Marías tiene razón cuando dice que el éxito es una combinación de talento y suerte. Salvo que se dedique a boicotear carreras de una forma silenciosa y artera, no creo que se le pueda endosar esa actitud obstruccionista.
Menos fundada aún me parece la acusación de machismo. Marías se ha pronunciado en contra de la discriminación sexual muchas veces. No ahora, sino desde hace mucho tiempo. Ahí está la hemeroteca para comprobarlo. Eso sí, se ha obsesionado con los vituperios de las feministas radicales, mostrándose vulnerable, lo cual solo ha provocado que los ataques se recrudecieran. Marías es humano. No le hizo mucha gracia cuando le dieron por muerto, propagando la noticia por las redes sociales. Entonces escribió que se había puesto de moda ser idiota y parecerlo. Es cierto. Ya no se estila mentir para fingir inteligencia, sino mostrar abiertamente la propia estupidez. En una época donde la política cada vez se parece más a un reality show, resulta difícil no darle la razón.
Exquisito, distante e incisivo, Javier Marías pertenece a la estirpe de los malditos. Es una especie de Oscar Wilde posmoderno, un dandi que desdeña los premios, un plumífero al que no le importa tocar las narices, un gruñón que siempre va en la dirección contraria. Cuando en un futuro se escriban biografías sobre él, los investigadores se enfrentarán a una figura extremadamente compleja y con infinidad de opacidades. Un escritor con una vida plagada de secretos. ¿Pretende Javier Marías ser un personaje de Hitchcock? ¿Una especie de Madeline Elster, la misteriosa mujer de Vértigo? ¿Quizás un Johnnie Aysgarth (Cary Grant, Sospecha), pero sin su lado frívolo? No me cuesta trabajo imaginarlo subiendo unas escaleras suntuosas con un vaso de leche sobre un plato, sin saber si pretende tener un detalle o envenenarte.
Su alta estima hacia Juan Benet, otro de los intratables, solo acentúa la sensación de estar ante uno de esos autores que parecen emular al Waldo Lydecker de Laura, la genial película de Otto Preminger, un snob incurable, un pedante, por utilizar un término que –según las entrevistas- no le incomoda. Su fama de arisco y huidizo –no voy a negarlo- siempre ha concitado mi simpatía. Quizás porque ha desafiado a tirios y troyanos, poniéndose el mundo por montera. Nunca le ha quitado el sueño ser incorrecto. O, al menos, no le ha desvelado de forma duradera. Ejerce su libertad con sana impertinencia, metiendo los pies en los charcos con la satisfacción de un niño que hace caso omiso de los adultos.
He de admitir que leo poco a mis contemporáneos. Desde hacía tiempo, tenía en casa Corazón tan blanco y solo había hecho calas, experimentando la impresión de que se trataba tan solo de un vástago del universo de Faulkner. No una copia, pero sí algo poco original. Por esas razones que no sabría explicar, hace poco experimenté la necesidad de comprobar si tenía razón. Escuché a Marías hablando de lo que había representado Faulkner para muchos escritores. El ruido y la furia, Absalon, Abaslon, Santuario o Luz de agosto no habían sido simples lecturas, sino auténticos puntos de partida. La grandeza de un autor no reside tan solo en crear un orbe literario cerrado, sino en expandir la creatividad de otros. Borges es punto y final.
No alumbra nuevos brotes. En cambio, Faulkner sí lo hace. Es suelo fértil, un árbol en el que no dejan de crecer ramas y hojas. Javier Marías es una de esas ramas, pero con una personalidad propia. No es un simple imitador, sino un creador con un estilo propio y sumamente original. No es un bello estilo, al modo del neobarroco o el lirismo del realismo mágico, sino una prosa con un timbre poderoso y bizarro. Una prosa caudalosa, de frase larga y con hondo calado.
A Marías no le preocupa escribir bonito. Es capaz de utilizar expresiones crudas, antiestéticas, como “ser dejado” en vez de “ser abandonado”, o “gente habanera”, correcto pero con una eufonía dudosa. Esos rasgos de desaliño son parte de una identidad literaria que prefiere la profundidad a una bella superficie. Corazón tan blanco te golpea desde la primera página, creando una atmósfera densa,hiperrealista, asfixiante, con fogonazos líricos y perplejidades de tinte onírico. Nos hace sentir que la realidad es una pesadilla, una telaraña en la que se retuercen nuestras vidas, esperando ser devoradas.
No creo que sea posible comentar una obra literaria sin incurrir en el spoiler, pero esta vez omitiré el desenlace. Me limitaré a narrar el espanto que produce el clímax, una explosión de crueldad, estupor y fatalismo, sin ningún ápice de compasión y sin –afortunadamente- ningún moralismo. Marías no es un maestro de escuela que pretende aleccionar, sino ese vecino misterioso que tal vez esconde un cadáver en el armario. El protagonista de Corazón tan blanco se llama Juan Ranz y es traductor simultáneo en foros internacionales. Se ha especulado que Marías es Juan, pero yo tiendo a pensar que se parece más bien a su padre, del que solo conocemos el apellido, un prestigioso crítico de arte que –tras descartar la carrera diplomática- trabaja un tiempo en el Museo del Prado y, más tarde, se dedica a asesorar las compras de millonarios que desean adquirir piezas de valor. Ranz es ligeramente venal. A veces confunde –o engaña- a sus clientes, minimizando o exagerando el valor de las obras. Colaboran con él los Custorday, padre e hijo, dos copistas que no hacen ascos a la falsificación. Cínico, elegante, refinado,
Ranz es un seductor al que le gusta llevar la gabardina sobre los hombros. Es un gesto de coquetería que solo comenzará a abandonar en la vejez, introduciendo los brazos en las mangas. Ha enviudado tres veces. Su primera mujer, Gloria, era cubana y murió al año de casarse, víctima de un incendio. La segunda, Teresa, se suicidó poco después del viaje de bodas, pegándose un tiro en el pecho delante de un espejo. La tercera, Juana, engendró a Juan, su único hijo y murió por causas naturales. Marías reúne todos los elementos del folletín, pero los transforma en una profunda investigación sobre las emociones humanas, sin transigir con estereotipos. Además, añade una intriga casi policial, donde se advierte la influencia de Hitchcock, sembrando sospechas, presentimientos y paradojas. ¿Cuál es el McGuffin esta vez? El secreto, que pasa de un personaje a otro, planteando la duda de si es mejor esclarecerlo o preservarlo. Siempre queremos saber, pero a veces es mejor no saber. Los secretos nos protegen. La verdad no siempre es liberadora. Un mundo sin secretos sería una pesadilla. Sin intimidad, no hay libertad. Vivir en un escaparte significaría perder la capacidad de dejar el pasado atrás, avanzando hacia nuevos escenarios.
La obsesión por la intimidad circula por toda la novela. Cuando se casa con Luisa, Juan –cuyo nombre tarda en aparecer, creando la sensación de que leemos un texto precursor de la literatura del yo- siente que sus hábitos, sus convicciones y su apreciación del mundo han quedado suspendidos. Casarse implica un aniquilamiento mutuo. Los dos cónyuges dejan de ser los que eran, abocados a fundirse en un rutina común que destruye sus espacios originarios. El amor nos transforma en otros donde muchas veces no nos reconocemos. Nos saca de nosotros mismos, pero no para llevarnos a una Arcadia, sino para dejarnos en un paisaje desconocido. Al hilo de esta dislocación, Javier Marías reflexiona sobre la identidad y el tiempo, desembocando en el escepticismo y el nihilismo. El conocimiento siempre es insuficiente e ilusorio, y nada, absolutamente nada, perdura.
Todo se borra en el tiempo hasta disipar la diferencia entre existir y no ser. Lo real solo ocupa un instante. Luego, se interna en la nada: “Hasta las cosas más imborrables tienen una duración, como las que no dejan huella o ni siquiera suceden”. Marías flirtea con Cioran cuando escribe: "Todo se pierde. O acaso es que nunca hubo nada”. Hijo de un extraordinario intelectual, el filósofo Julián Marías, Javier –pido perdón por usar su nombre con tanta familiaridad- ignora el problema de Dios. Frente a su padre, católico identificado con el aire renovador del Concilio Vaticano II, despliega una visión de la realidad muy shakesperiana: el universo solo es ruido y furia. Somos una burbuja a punto de romperse y dispersarse en millones de fragmentos minúsculos. Ni siquiera dejaremos un eco. El silencio es el destino final de todo lo que ahora rueda por el tiempo. Juan Ranz recuerda una célebre frase de Shakespeare: “los dormidos, y los muertos, no son sino pinturas”, lo cual le hace pensar que “las personas todas son solo eso, dormidos presentes y futuros muertos”.
Marías muestra las consecuencias nefastas de “querer entenderlo todo”. No entender es un privilegio. Las parejas se deshacen cuando las zonas oscuras salen a la luz. Además, saberlo todo siempre es una quimera, pues nunca cesamos de transformarnos: “todos nos cansamos indeciblemente de ser el que somos y hemos sido”. ¿Quién es Ranz, el padre de Juan? ¿El joven que se casó en La Habana o el viudo que confiesa a Luis, su nuera, el gran secreto que ha preservado durante toda su existencia, sabiendo que nada sería igual cuando lo compartiera con otros?
El hombre fantasea con la libertad, pero todos sus actos están presididos por la fatalidad y tal vez no haya que lamentarlo. Si el azar o los otros no nos obligaran –a amar, a comprar una casa, a decorarla, a tener hijos- quizás “el mundo se detendría, todo permanecería flotando en una vacilación global y continua, indefinidamente”. El mundo sigue en movimiento porque otros nos obligan, pero también porque la lengua, el idioma, imprime continuidad y sentido a nuestros actos. La lengua hace inteligibles los sentimientos, incluso cuando se utiliza de forma fraudulenta. Hastiado y aburrido, Juan Ranz altera un diálogo entre políticos, aprovechando su papel de traductor simultáneo. Su deslealtad se revela fecunda y esclarecedora, pues saca a los políticos de los lugares comunes, obligándoles a meditar y sincerarse. La verdad muchas veces solo es un malentendido.
Mientras leía la descripción de Ranz padre, no podía evitar pensar en Julián Marías. Su biblioteca ordenada por lenguas, su mirada ilusionada, sin rastro de fatiga, su pulcritud, sus bromas afables. Sin embargo, Ranz es un conquistador, casi un donjuán, y un hombre con pocos escrúpulos. Todo lo contrario que Julián Marías, tan enamorado de su mujer, Lolita, y con una fibra ética capaz de soportar la delación, la cárcel y la incomprensión. “Los hijos lo ignoramos todo sobre los padres, o tardamos en interesarnos”. ¿Es una reflexión meramente literaria o expresa algo de la relación entre Javier Marías y su padre? Lo cierto es que los padres son los grandes desconocidos, pues nos cuesta aceptar que hayan podido apasionarse, amar, equivocarse.
Juan Ranz no deja de preguntarse cómo habría sido su vida si hubiera hecho ciertas cosas. ¿Qué habría pasado si le hubiera declarado su amor a Nieves, la chica de la papelería? Nieves envejece mal por culpa del exceso de trabajo. Si se hubiera casado con ella, podría haberla salvado de ese destino. ¿Qué habría pasado si Ranz, el padre, no hubiera intervenido cuando Mateu, un conserje del Museo del Prado, comenzó a quemar el marco del único Rembrandt de la pinacoteca española, esa Artemisa de 1634 que se ha interpretado como una expresión de duelo por el marido muerto o como el suicidio de Sofonisba, hija del cartaginés Asdrúbal? La muerte se habría cobrado un nuevo triunfo y el futuro se habría visto menoscabado. ¿Qué habría pasado si Guillermo hubiera prometido a Miriam matar a su esposa? Guillermo solo es un desconocido para Juan.
Ni siquiera conoce su rostro. Solo sabe que es una presencia en un cuarto contiguo de un hotel de La Habana. Un español con una amante cubana llamada Miriam, quien –harta de esperar- le pide que acabe con la vida de su mujer, amenazándole con suicidarse si no lo hace. ¿Qué podría suceder si el joven Custorday, lascivo e infeliz, fuera el amante de Luisa, la mujer de Juan? ¿Por qué estamos encadenados a una sola vida? ¿Por qué nos confinan –o nos confinamos- en una identidad? Nos pasamos la vida esperando algo que nunca llega. La existencia muchas veces se parece a la espera de un preso que ha sido condenado a cadena perpetua. O a la de alguien que acude cada tarde a una estación de tren, esperando a un viajero que nunca llega.
Uno de los personajes más fascinantes de la novela es Berta, una española que trabaja de intérprete en Naciones Unidas. Cuando Juan viaja a Nueva York, se aloja en su casa. Berta sufrió un accidente que le destrozó una pierna y le ha dejado una leve cojera. Juan se acostó con ella hace muchos años. Es una mujer atractiva, pero algo desquiciada. Sin pareja, mantiene citas con desconocidos por medio de una agencia de contactos. No lo oculta. Por eso, cuando un tal Bill le pide una cinta donde aparezca completamente desnuda, pide ayuda a Juan, incapaz de negarse o juzgarla. La escena es terrorífica, pues el desnudo que graba Juan incluye un plano de la pierna deformada. Javier Marías introduce una nota terrorífica, demostrando que se maneja con soltura en el terreno de los tabúes. Berta apunta que las cintas de vídeo han destruido el pasado.
Antes de que aparecieran, el pasado volvía una y otra vez, pero lo hacía transformado por los recuerdos, siempre aleatorios, desordenados e imprevisibles. Las cintas de vídeo restan creatividad a los recuerdos, que se mecanizan, perdiendo su capacidad de actualizar lo vivido desde otro punto de vista. Si la escena en que Juan filma a Berta es terrorífica, el desenlace de la novela se interna directamente en el mal como problema metafísico. Juan oye las confesiones de su padre desde una habitación contigua, reproduciendo su escucha de la conversación entre Guillermo y Miriam. ¿Nos quiere decir Marías que el escritor siempre es un testigo incómodo, un ojo que mira por el hueco de la cerradura, un entrometido, como el L. B. "Jeff" Jefferies, el fotógrafo de La ventana indiscreta? Hitchcock, siempre Hitchcock. No puedo evitar que se me venga a la cabeza al hablar de Javier Marías, pues ambos crean la sensación de que algo verdaderamente terrible está a punto de suceder. Shakespeare también discurre de forma recurrente por las páginas de una literatura que desmenuza al ser humano, levantando la piel y hurgando en sus entrañas.
En esta ocasión, Marías escribe a la sombra de Macbeth. No solo utiliza uno de sus versos para titular la novela, sino que explota la escena donde el regicida se sincera ante su esposa. “He cometido el acto”, confiesa Macbeth. Sus manos están teñidas de sangre y se avergüenza de tener aún un corazón tan blanco. “I have done the deed”. Lo he hecho y te lo cuento para que tu corazón tan blanco también se aflija y se manche. Sin embargo, el final de la historia no lo escribe Macbeth, sino su mujer, que canturrea enloquecida. “Ese canto no se calla ni se diluye después de dicho”, escribe Marías. Permanece ahí: insignificante, terrible, invadiendo el silencio de la vida adulta, como yedra que sobrevive a todos los intentos de extirparla.
Corazón tan blanco se publicó en 1992. El tiempo transcurrido quizás es escaso, pero yo creo que ya se puede decir abiertamente que es un clásico. Para mí ha sido un descubrimiento tardío. Me alivia saber que de joven Marías declaró no leer apenas literatura española contemporánea. Yo he arrastrado ese vicio hasta una edad mucho más avanzada, pero creo que ha llegado la hora de corregirlo. Corazón tan blanco me parece tan fascinante como el propio Marías, un enfant terrible al que los años han convertido en un ogro con un cigarrillo en la comisura de los labios, siempre a punto de dejar caer la ceniza.
Yo creo que detrás de esas imágenes tan afiladas hay un hombre tímido y dubitativo. Siempre recordaré la anécdota de sus volatines en el Paseo de Recoletos, tan apreciadas por los clientes de las terrazas. Buen gimnasta en la juventud, Marías hacía estas acrobacias para entretener a Juan Benet y García Hortelano, que extendían la mano, exigiendo a los espectadores algo de dinero por el espectáculo. De esa forma podría pagarse el taxi de vuelta a casa. Los grandes creadores nunca crecen. Son niños eternos que se niegan a ingresar en el mundo de los adultos. Que me perdone Marías, pero creo que pertenece a ese club de inmaduros crónicos y geniales. No es una apreciación mía, sino una cosa del destino, que es muy cabrón.
@Rafael_Narbona
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