De todo nos reímos porque conocemos la incertidumbre, el temblor de fondo en todo lo que hacemos y escribimos. ¿Quién está seguro de algo? ¿O no han oscilado todos los “últimos escritores” de ese siglo entre su impresión de incapacidad y de impostura (los más honestos preguntándose por qué iban a ser precisamente ellos los que dejaran constancia, más que cualquier otro escritor, de la totalidad del ser) y el deber que tenían de intentarlo, pese a todo?
Todavía estamos, sin embargo, rodeados de personajillos con muletas, que serían felices de hacernos sentir culpables por no haber tomado el buen camino, aunque ya saben ellos que no hay buen camino. Para Michon, “último escritor” de su generación, la literatura está siempre en otro lugar, habla del mundo que le es contemporáneo sin hablar de él, y esta fue la mejor lección de Flaubert.
Porque cuando la lectura habla del mundo de forma representativa tiene que ver con el texto periodístico o sociológico, y esa es la gran debilidad de, por ejemplo, la literatura norteamericana posterior a Faulkner. La literatura, dice Michon, es uno de los únicos lugares donde podemos permitirnos no ser contemporáneos, sino del hombre.
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