Nadie es intocable, ni siquiera los policías de Elliot Ness, y nadie (bueno, casi nadie) tiene licencia para matar. Solo licencia para morir. Sean Connery, el icónico agente 007 de siete películas basadas en las novelas de Ian Fleming, ha muerto en su residencia de las Bahamas a los noventa años de edad. Una muerte pacífica y tranquila, en la cama mientras dormía y rodeado de sus seres queridos, y no de un disparo, apuñalado en el lecho por una amante, en medio de una operación secreta, envenenado o cazado por los malos, como parecía que podía ocurrirle en cualquier momento a su alter ego del cine.
Connery se desencantó de un personaje que podía haber seguido interpretando mucho tiempo más, y al que posteriormente volvería a cambio de una fortuna para hacer Diamantes para la eternidad (1971), y Nunca digas nunca jamás (1983), un Bond extraoficial, ajeno a los productores habituales, que desató una batalla en los tribunales. El mujeriego espía 007 nunca fue seducido del todo por el agente secreto en cuya piel se había metido y al que puso cara en los años sesenta, y cuando pudo lo dejó plantado para abrir horizontes y marchar por otros derroteros.
Su decisión le permitió ganar el Oscar en 1988 por su papel como un veterano policía harto de la corrupción en el cuerpo que se conocía al dedillo las complicadas calles de Chicago (Jimmy Malone), reclutado por Elliot Ness para capturar al mafioso Al Capone. Paradójicamente, ese rol le costó la humillación de que su falso acento irlandés fuera duramente criticado, y calificado por la revista Empire como “el peor de la historia”.
De orígenes modestos, hijo de un camionero y una limpiadora, Thomas Sean Connery nació en 1930, en el periodo de entreguerras y con el mundo víctima de la Gran Depresión. Creció en Fountainbridge, un duro y violento barrio de Edimburgo, y dejó el colegio con catorce años para empezar a ganar dinero, trabajando como lechero en una cooperativa. En 1948 se enroló en la Royal Navy, pero poco después tuvo que abandonar su carrera como marino británico por razones médicas. A los dieciocho, consciente de su físico, se hizo culturista, consiguió trabajo como modelo, y se presentó en 1953 (casi una década antes de su primera película como James Bond) al concurso de Míster Universo. No ganó pero le sirvió como plataforma, y le permitió ir a Londres para la audición de una versión teatral de South Pacific, consiguiendo un puesto en el coro.
Su carrera cinematográfica se disparó a partir de ahí, con interpretaciones de diversa magnitud en teatros de provincias y programas de televisión, como Réquiem por un peso pesado, de la BBC, en el que hizo de un boxeador ya al final de su carrera. Su primer rol para la gran pantalla llegó en 1957 (el thriller inglés No road back), y sólo un año después consiguió un papel más sustancial en el melodrama bélico Brumas de inquietud, junto a Lana Turner, entonces ya una famosísima actriz de Hollywood. Lo que pasó entre bambalinas no se sabe, pero lo cierto es que el novio de la actriz, un notorio gángster llamado Johnny Stompanato, se presentó un buen día de improviso y se lió a puñetazos con él, acusándole de tener un affaire con su chica. Aunque todavía no era 007, Connery se defendió bastante bien. Fue una de las anécdotas que más veces contó en su vida y en sus biografías.
En 1960, dos años después de ese episodio y cuando acababa de cumplir los treinta, el actor escocés se presentó sin demasiadas esperanzas a otra audición, esta vez para lo que iba a ser la primera adaptación de una de las novelas de espionaje de Ian Fleming que tan populares estaban resultando. Y cuenta la leyenda que obtuvo el papel de protagonista, por encima de figuras más conocidas, por la insistencia de Dana, la esposa del productor Albert Cubby Broccoli, que vio en él un considerable sex appeal. A pesar del escepticismo inicial de los críticos y de que se rodó con un presupuesto pequeño (sobre todo en comparación con las que vendrían más adelante), la película se convirtió en un gran éxito cuando se estrenó dos años más tarde en Gran Bretaña y los Estados Unidos. “La clave -diría Connery- es ser al mismo tiempo cool y amenazante, transmitir una cierta peligrosidad”. Pauline Kael, una famosa critica, cifró su éxito en que “las mujeres quieren salir con él y los hombres quieren ser él”.
Connery hizo del agente 007 en otras cuatro films seguidos a partir de 1963 (Desde Rusia con amor, Goldfinger, Operación Trueno y Sólo se vive dos veces), proporcionándole fama y una considerable fortuna. Pero no quiso quedar encasillado en el personaje de Bond, y alternaba los exhaustivos rodajes de las películas con otros proyectos, como Marnie la ladrona, de Alfred Hitchcock. Más tarde trabajaría en El hombre que pudo reinar (junto a su amigo Michael Caine, basado en una obra de Kipling), hizo de un Robin Hood madurito en Robin y Marian, y fue el monje erudito que resuelve crímenes en la versión para el cine de la novela de Umberto Eco El nombre de la rosa.
En 1967 anunció para consternación de los productores y de sus millones de fans que abandonaba el papel, siendo reemplazado para Al servicio de Su Majestad por el australiano George Lazenby, que no funcionó. Cuando, superado el chasco, el matrimonio Broccoli quiso hacer un nuevo filme de la serie (Diamantes para la Eternidad, 1971), convenció a Connery de que regresara poniendo sobre la mesa una fortuna para la época, en la que los actores no ganaban lo que ahora: 1.25 millones de dólares y un porcentaje de los ingresos en taquilla. Pero el intérprete escocés quiso demostrar que para él lo más importante no era el dinero, y más tarde donó todo su salario a un fondo educativo que él mismo fundó para conceder becas a niños escoceses de familias con pocos recursos.
Fue tal vez su primer acto manifiestamente político, al menos de una manera pública. Connery se convirtió en un ardiente partidario de la independencia de Escocia y miembro activo del SNP (Partido Nacional Escocés), y amigo de su exlíder Alex Salmond, a quien acompañó a lo largo de los años como invitado especial en numerosos mítines. La represalia del Gobierno británico fue negarle en 1997 el título de caballero (sir), cuando Tony Blair acababa de llegar al poder, pero sin embargo obtuvo el honor tres años más tarde. Sus donaciones a la causa soberanista cesaron poco después en vista de que tenía residencia oficial en las Bahamas, donde pagaba (o no pagaba, o pagaba pocos) impuestos. Con ocasión del referéndum del 2014, proclamó que regresaría a Escocia si ganaba el sí (perdió por un 55% a 45%, aunque ahora lidera ampliamente en todas las encuestas). Uno de los tributos póstumos más emotivos ha sido el de la primera ministra Nicola Sturgeon: “Nuestra nación llora hoy la muerte de uno de sus hijos más queridos, Sean, que nació en una familia de clase trabajadora de Edimburgo y a base de talento y enorme trabajo se convirtió en un icono internacional del cine”.
Después de abandonar definitivamente a Bond y ganar el Oscar por Los intocables, Connery hizo en 1989 del padre de Indiana Jones Harrison Ford) en una de las películas de esa serie (La última cruzada), y ese mismo año, cumplidos los 59, fue votado “el actor vivo más sexy”, una reivindicación de lo que ya había visto Dana Broccoli cuando hizo que su marido lo contratara para 007 contra el Doctor No. En el 2003 anunció su retirada definitiva, y ni siquiera pudo ser tentado cuatro años después para retomar por última vez el papel de Bond. “Estoy demasiado ocupado y me lo paso demasiado bien no haciendo nada”, comentó desde Nassau.
El actor se casó dos veces, la primera con la actriz australiana Diane Cilento, en 1962, un matrimonio que duró once años y produjo un hijo, y la segunda con la pintora francomarroquí Micheline Roquebrune (ahora su viuda), en 1975. A finales de los setenta fueron parte de la jet set de Marbella, comprando una gran casa junto a la playa entre la Milla Dorada y Puerto Banús, cuando la zona estaba todavía muy poco desarrollada, antes del gran boom inmobiliario. En los noventa, frustrados por la incesante construcción de hoteles y bloques de apartamentos, y agobiados por la presencia de vecinos, hicieron las maletas y se fueron a las Bahamas.
De los actores que han heredado el papel de 007 –Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton, Pierce Brosnan y Daniel Craig, para quien ya se busca un sustituto, rumoreándose que tal vez pudiera ser una mujer–, unos han tenido más éxito que otros. Pero Connery, Sean Connery, fue el original y el primero que dijo ante la pantalla aquello de “mi nombre es Bond, James Bond”.
JAMES BOND
Participó en siete películas de la serie pero no quiso quedar encasillado como 007
MILITANCIA
Fue un independentista ferviente y dio mucho dinero al Partido Nacional de Escocia
INFANCIA
Hijo de un camionero y una limpiadora, creció en un suburbio duro de Edimburgo
OMIENZOS
Antes de triunfar en el cine fue lechero, se enroló en la Royal Navy y fue culturista
Rafael Ramos
La Vanguardia
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El escocés sin fronteras
Lo tenía muy claro y en una entrevista que le realizaron en 1993, cuando se había sometido por segunda vez a un tratamiento contra el cáncer, afirmó: “Si pones películas viejas de actores que han muerto, y los ves, entonces piensas en que esa es la única posteridad de un actor. No hay otra. Y si alguien las ve, y te ve después de haber muerto, esa es tu posteridad”. Más allá de 007 había más números, personajes y un denodado trabajo personal para mantener una carrera que podía desvanecerse en el olvido una vez caducada la exitosa etapa bondiana. La filmografía que deja se aproxima al centenar de títulos, con aciertos y desaciertos, pero siempre entregándose de lleno a la interpretación del personaje que debía representar.
Le gustaban los sarcasmos acerca de su condición de escocés militante. Un periodista le dijo en los años noventa que nunca había hecho escenas de desnudo en sus películas y él se limitó a responder: “En Escocia no gustan demasiado los culos al aire”. Así era Sean Connery, que también rememoraba que “una actriz con la que trabajé hace mucho tiempo tenía más de 40 años y se sentía ofendida porque le ofrecían papeles de madre. Me pareció una actitud histérica y más bien triste”. Se refería a Lana Turner, que era diez años mayor que él y con quien mantuvo una relación amorosa cuando en 1958 figuró en el reparto del melodrama Brumas de inquietud. Este idilio pudo poder fin a su vida, porque el temible gangster Johnny Stompanato era entonces el amante de la estrella, casada y divorciada en siete ocasiones. Cheryl Crane, hija de Lana Turner, acabó matando a Stompanato y la banda mafiosa sospechó que Sean Connery podía haber colaborado de alguna manera en el asesinato.
Por aquel entonces, su carrera interpretativa era ínfima y decidió regresar a Gran Bretaña, pero solo obtuvo un papel secundario en La gran aventura de Tarzán (1959), donde Gordon Scott encarnaba al rey de la selva. Connery rechazó en 1961 actuar en El Cid, la superproducción rodada en España con Charlton Heston al frente del reparto. Él prefirió subir a los escenarios para representar una obra de Pirandello al lado de la actriz australiana Diane Cilento, con la que se casaría al año siguiente. Unión que duró once años, naciendo su hijo Jason Connery, futuro actor, director y productor.
La cotización de Sean Connery ascendió de manera fulgurante con la saga de James Bond, aunque él aseguraba odiar el personaje, porque en su opinión era “moralmente despreciable”. A pesar de las millonarias ofertas que recibía, en 2003 dio por concluida su carrera cinematográfica oficial. En 1987 había ganado un Oscar como mejor actor de reparto por su actuación en Los intocables de Eliot Ness, thriller criminal dirigido por Brian De Palma. Connery alternaría las superproducciones con el cine algo más arriesgado en el ámbito creativo. Estuvo a las órdenes de Hitchcock en Marnie, la ladrona, al lado de Tippi Hedren, y tuvo como compañera a Brigitte Bardot en el western Shalako, dirigido por Edward Dmytryk. Sin olvidar, por supuesto, su actuación en El nombre de la rosa, donde Jean-Jacques Annaud adaptaba la novela de Umberto Eco.
“Si alguien ve tus películas, y te ve después de haber muerto, esa es tu posteridad. No hay otra”
Lluís Bonet Mojica
La Vanguardia
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