Se trata de dos tomos: el primero, que llega hasta el año 1983, contiene 51 entrevistas distribuidas en 1 386 páginas; el segundo, 49 dispuestas en 1 404. En él se invirtieron ocho años de trabajo, lo que justifica el que solo llegue hasta el año 2012. Para su realización, se contó con cuatro excelentes traductores que han conseguido que las virtudes lingüísticas de los textos originales ingleses estén presentes en esta adaptación a nuestro idioma: María Belmonte Barrenechea hizo 19; Javier Calvo Perales, 37; Gonzalo Fernández Gómez, 36; y ocho, Francisco López Martín.
El primero tenía como gran justificación para inclinar la balanza a su favor el Nobel que recibiría unos meses más tarde; el segundo, la inclusión de anécdotas tan gratas como la que Simon Weiss cuenta en la que le hizo a Cortázar. Seré breve: cuando el argentino visitó por última vez su país, se encontró con una manifestación de estudiantes que, al reconocerlo, dejaron de lado sus reivindicaciones para rodear al célebre escritor. Como cerca había librerías aún abiertas, agotaron todas las existencias habidas del autor de Rayuela para que este les pusiera su firma. “Un quiosquero, disculpándose porque ya no le quedaban ejemplares de sus libros, le pidió que le firmara una novela de Carlos Fuentes”.
Tampoco entiendo por qué, si es tan breve la relación de autores en lengua española que han aparecido en la revista entre 1953 y 2012, no se decidió incluir a los cuatro nombrados. Creo que, dadas las circunstancias editoriales e idiomáticas de la iniciativa cultural y mercantil, estos deberían haber tenido un hueco dentro del conjunto total de nombres abordados. Mención aparte está Saramago, entrevistado para el número de invierno de 1998, justo cuando recibió el Premio Nobel. Un escritor como el portugués, tan vinculado con España y con nuestras letras, tan universal en su cosmovisión del mundo y del hombre, ¿no era merecedor de un hueco en este recopilatorio?
Peter H. Stone, en la entrevista que le hace al autor de Cien años de soledad, apunta: “Aunque su inglés es bastante bueno, García Márquez habla principalmente en español y sus dos hijos se turnan para traducir”. Es una pena que las entrevistas a los hispanos se hayan tenido que trasladar del inglés. Qué lástima haber perdido los singulares y embriagadores matices que atesora nuestro idioma en boca de maestros de la palabra como los que recoge esta antología.
En el periodo que comprende este más que recomendado título, The Paris Review entrevistó a 47 mujeres, más o menos. Me ha llamado la atención el escaso número de escritoras que aparecen en la publicación. De cien nombres, solo hay dieciséis autoras. Creo que se podía haber compensado un tanto este desequilibrio, pues todas han participado en la revista literaria en igualdad de condiciones que sus homólogos masculinos, lo que permite considerar que también han contribuido con el panorama literario que recogen los dos tomos de Acantilado.
El porcentaje que maneja el título que nos ocupa (16%) no difiere mucho del que apunta al número de premiadas con el Nobel (13.4%), si bien en las cifras del premio sueco se incorporan las reconocidas durante el periodo comprendido entre 2013 y 2020, a saber: Alice Munro (2013), Svetlana Aleksiévich (2015), Olga Tukaczuk (2018) y Louise Glück (2020); lo que tampoco habla en favor de la Academia Sueca si tenemos en cuenta que desde 1901 se entrega este reconocimiento.
Sin salir de las curiosidades “guarísticas” y del Premio Nobel de Literatura, es muy llamativa la cantidad de galardonados que pasaron por la revista. En el título que nos ocupa, aparecen veinticuatro. Dada la relevancia que supone esta distinción, cabe destacar, por un lado, los que recibieron el reconocimiento después de haber sido entrevistados (Eliot, Bellow, Siner, García Márquez, Brodsky, Gordimer, Walcott, Lessing, Naipaul, Pamuk e Ishiguro) porque habla de manera muy favorable sobre el instinto de sus editores; por el otro, los restantes trece que, con el premio en la mano, tuvieron a bien participar sabiendo de antemano los parámetros de realización de interviús tan exigentes del medio, pues nos permite resaltar el prestigio que ya tenía la publicación desde sus primeros números: Faulkner, premiado en el 49, fue entrevistado en 1956; en el 58, cuatro años después del reconocimiento, Hemingway…
IInsisto: The Paris Review. Entrevistas (1953-2012) es un producto editorial sobresaliente. Cuantos estén vinculados con la literatura (autores, editores, docentes, investigadores,…) deberían tener en los anaqueles de sus bibliotecas un ejemplar. Su lectura es una exigencia. Para los amantes de las buenas letras, la obligatoriedad pasa a ser una viva recomendación. Podrán no conocer buena parte de los títulos que se abordan en las entrevistas, pero el hecho solo de leerlas y acceder al conocimiento de estos y de sus autores bien merece la pena el viaje lector que se sugiere.
Dos peros hallo en esta iniciativa editorial que, si bien no la empañan, imposible dada la enorme calidad que atesora, sí le restan algo de efectividad como obra de consulta. Tengo claro lo que pediría si fuera editor y tuviera a mi cargo una segunda edición: por un lado, un índice onomástico de nombres y títulos presentes en todas las entrevistas, pues sería la mejor manera de poder establecer relaciones entre las referencias que apuntan los entrevistados. De cara a la conformación de las diferentes actitudes y estilos poéticos de los protagonistas, ¿hasta qué punto no es interesante conocer cuántos están a favor o en contra de la valía de un título o del quehacer de un colega en concreto?
Por otro lado, también solicitaría una introducción que estudiase la publicación, por analogía al menos con las diferentes series que vieron la luz en tomos individuales. “En los prólogos que suelen anteponerse a estas compilaciones, es casi preceptivo incluir alguna reflexión sobre el género de la entrevista”, señala Echeverría. Sirva de ejemplo lo que he apuntado hace ya unos cuantos párrafos a partir de las palabras de Malcolm Cowley.
Falta esta reflexión y, con ella, el gran estudio sobre The Paris Review que podía haberse incluido antes de reproducir la primera entrevista de la colección, la dedicada a E. M. Forster. Junto con esta carencia, detecto además otra que, a mi juicio, es más grave dada la naturaleza del título que nos reúne: los criterios de edición y de selección. Como todo repertorio, el hecho de tener que elegir supone la presunción de los descartes. ¿Por qué están los que aparecen? ¿Por qué faltan los que se echan de menos?
Una de las novedades literarias más sobresalientes de 2020 ha sido la publicación The Paris Review. Entrevistas (1953-2012), que ha visto la luz gracias a la editorial Acantilado. La revista, trimestral y en lengua inglesa, nació en París, en 1953, gracias a la iniciativa de tres norteamericanos: Harold Doc Humes (1926 – 1992), Peter Matthiessen (1927 – 2014) y George Plimpton (1927 2003), a los que cabría sumar, en los primeros momentos de andanza del proyecto, nombres como el de William Pène du Boisand (1916-1993), Thomas H. Guinzburg (1926-2010), etc.
Después de muchas sedes, Plimpton asentó la publicación en Nueva York en 1973 y fue su principal editor hasta su fallecimiento. En el número de otoño de 2003, dedicado al 50 aniversario de la revista, declaró cuáles fueron sus principios rectores: “Estos eran asombrosamente simples: dedicar la revista en gran parte al trabajo creativo (cuentos, extractos de novelas y poesía) y poner el material crítico (que tendía a ser el plato principal en las revistas literarias de la época) en la parte posterior del libro, si había alguno”. En términos similares se pronunció William Styron cuando, en el primer número de la revista, expuso como objetivo, además de dar un lugar residual a la crítica, el acoger a buenos escritores y a buenos poetas, sobre todo si “no tocan tambores ni empuñan hachas”. Traducción literal, dejemos que las interpretaciones metafóricas hagan el resto.
En agosto de 2003, Jacki Lyden, de la National Public Radio, en una entrevista que hizo al referido editor, apuntó: “En un momento en que otras revistas literarias se centraban en la crítica y las reseñas, Plimpton dice que quería que la nueva publicación se concentrara casi por completo en el trabajo creativo, como cuentos y poesía. “Íbamos a ver al novelista A, en lugar del crítico B” , dice Plimpton. “Y en lugar de hacer que el crítico B escriba sobre el novelista A en una reseña o crítica, acudiríamos al novelista y le pedimos que hable sobre el oficio de escribir“.
Aquí está la clave de por qué The Paris Review representó una bocanada de aire fresco dentro del panorama de las revistas literarias de la época; aunque de poco le hubiera servido si a la novedad no le complementase la calidad. Esta llegó por dos vías: por un lado, gracias a la magnífica nómina de autores que, antes de convertirse en auténticas celebridades, fueron aportando sus primeros trabajos (Kerouac, Beckett, Roth,…) y, siempre que se podía, cobrando por ello; por el otro, de la mano de extensas entrevistas que, bajo el enunciado de Writers at Work, se centraban en todo cuanto estaba relacionado con el oficio de la ficción de sus protagonistas: proceso creativo, hábitos, técnicas, rutinas, etc.
Estas se terminarían convirtiendo en una seña de identidad de la publicación, como apunta Ignacio Echevarría en The Paris Review y el arte de la entrevista: “De hecho, marcaron un estilo propio dentro del periodismo literario: eran son todavía entrevistas muy elaboradas, por lo general hechas en varias sesiones (a veces con meses cuando no años entre una y otra), a veces por más de un entrevistador, y sometidas a revisión por los propios entrevistados, de modo que aseguraran la mayor fidelidad deseable a sus palabras, a sus ideas”.
Malcolm Cowley, en la introducción a la primera serie recopilatoria de encuentros, que vio la luz bajo el título de Writers at Work (1959), señalaba que, hasta la llegada de la revista, las entrevistas a autores eran productos que, por lo general, se caracterizaban por la incompetencia de los entrevistadores: o no parecían tener interés en la literatura, o no se documentaban como convenía, o buscaban hacer hincapié en temas superfluos o aspiraban a ganar un protagonismo que no les correspondía, quizás porque tenían una vena de escritores. Con la publicación que nos convoca, esto cambió: los reporteros, como señala Cowley, se preparaban, hacían las preguntas adecuadas y, sobre todo, estaban al tanto de las respuestas. Conviene resaltar la importancia de esto último.
El resultado de esta abnegada labor se visualiza en un conjunto de piezas que destacan por el interés de los contenidos aportados por cada autor y, a través de ellos, por la posibilidad de trazar una imagen tan amplia como precisa de cuáles han sido las rutas por las que ha transitado la literatura occidental de la segunda mitad del siglo XX y la primera década del actual. La intensidad de este fondo se ve correspondida por la efectividad de la forma en su propósito divulgativo: el estilo de los reporteros es ágil, ameno, directo; no pierden de vista la función periodística ni se desentienden del impulso natural de dar al texto sobre quehaceres literarios ciertos aromas poéticos.
Victoriano Sanjurjo Sanjurjo EL DÍA (La opinión de Tenerife)
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