Veinte años no son nada… Ni la eternidad y un día, sí ese momento compartido fue intensamente verdadero. El amor seguirá siendo en “2046”, el futuro infinito y más allá. El juego doloroso del azar y el amor de “In The Mood For Love”, la obra maestra de Wong Kar-Wai, vuelve dos décadas después de su estreno para que subamos y bajemos las escaleras de aquel puesto de comida callejero bajo la lluvia y la de aquellas casas comunitarias hongkonesas (como las de la infancia de Kar-Wai), donde quedarán heridas y unidas las vidas de los protagonistas para siempre.
Con la conservadora Hong Kong aún británica de 1962 de fondo, al son de boleros de Nat King Cole y ese vals oriental que jamás podrás quitarte de la cabeza, “Yumeji’s Theme” de Shigeru Umebayashi, quedamos extasiados por el vaivén de caderas de la señora Chan (Maggie Cheung) y su colección sin fin de hermosos kipaos chinos, cruzándose una y otra vez con el elegante y enchaquetado señor Chow (Tony Leung), fingiendo que casi no se miran, mientras el deseo les devora por dentro.
Cuentan que, tras un extenuante y larguísimo rodaje, con más de quince meses de producción, el director hongkonés tenía tanto material, que utilizó solo una trigésima parte del metraje. Y, tan perfeccionista como siempre, apuró al máximo y tuvo que pedir al festival de Cannes que su película fuera la última en proyectarse en el certamen, al que llegó el filme con los subtítulos ajustados a la carrera, sin sonido estéreo ni versión final. Con todo, Cannes cayó rendido a Kar-Wai, galardonando “In The Mood For Love” con el Grand Prix del jurado y a Tony Leung con el premio a la mejor interpretación masculina.
Dos soledades que azarosamente alquilan habitaciones vecinas y que, tras esa cómica primera situación en la que sus mudanzas coinciden en día y hora, entremezclándose hasta algunas de sus pertenencias, un cruel giro del destino riza el rizo y también cruza a sus infieles parejas. En el dolor y la pena del desengaño se conocen y unen, pero entre termos de fideos que vienen y van, restaurantes, taxis compartidos y relatos de artes marciales ideados entre dos, se tragan las ganas y no se dejan llevar por el qué dirán, por el error de querer (sin querer) ser mejores que sus cónyuges, esos a los que jamás veremos los rostros…
Así, aunque recorren ese misterioso e hipnótico pasillo de cortinas rojas, no funden su amor en la habitación 2046, dejando que el tiempo se pierda y la tristeza crezca como el humo de los cigarros del señor Chan, a cámara lenta, entre bellas paredes estampadas, espejos, cortinas, rejas y sombras que, como nosotros, imploran y gritan en sus adentros inanimados: ¡dejaros llevar!
Pero no, estamos ante la tensión sexual no resuelta más hermosa de la historia del cine. Los protagonistas no terminan de ponerle antídoto a ese dulce veneno que les relampaguea por las venas: la imparable e insaciable sed de amarse. Se conforman, entre cuentas atrás de omnipresentes relojes vigilantes y partidas interminables de mahjong de su casera y amigos, con los silencios compartidos y miradas furtivas, casi siempre masticando la pena entre humeantes olores y sabores que nos llegan como si estuviéramos allí…
Que importante la comida como factor cultural y emocional en el cine de Kar-Wai (¿quién no ha querido encargarle una arrocera a la señora Chan o se la ha comprado tras ver la película?), reflejo de una sociedad reprimida emocionalmente y marco perfecto donde sus protagonistas se desinhiben, bajando la guardia e intercambiando confesiones y recuerdos dolorosos sobre sus dañinas parejas. Memorable ese ensayo en el que practican como les dirán a sus cónyuges que saben de sus infidelidades, con un desgarrador llanto de Maggie Cheung que hace que el simulacro sea más real y amargo que la vida misma. La nostalgia nos inunda y en un mar de sentimientos silenciados y oportunidades perdidas, flotan dos cuerpos separados y dos latidos unidos, marcados por los besos y el sudor que se negaron.
Todo con un Wong Kar-Wai que roza la perfección como funambulista demiúrgico del tiempo y de la estética cinematográfica, escapando de corceles técnicos y reglados a base de tejer un relato fragmentario y discontinuo, un poema visual de momentos y recuerdos ralentizados, congelados y repetitivos que, reales o no (a los que se aferra y recrea la memoria), aun queriendo con todas sus fuerzas escapar, están ya atrapados en el pasado para siempre, porque, como nos desvela el futuro (2046): “El amor solo es cuestión de tiempo, antes o después del momento justo, ya no sirve”.
¿Volvieron a casa aquella penúltima noche que Li-zhen no quería volver? ¿Qué habría pasado si la señora Chan hubiera acompañado al señor Chow a Singapur? ¿Quizás el hijo de la señora Chan sea…? Quizás, quizás, quizás. Jamás sabremos lo que pasó entre medias o lo que pudo haber sido y no fue. Solo queda, como hacían en la antigüedad, susurrar ese secreto inconfesable al agujero de un árbol y taparlo con barro… O en las grietas de un templo camboyano en ruinas (como más de un corazón) y que quede ahí eternamente.
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