Bailar siempre fue un acto de transgresión y desobediencia. Hacerlo sobre las ruinas todavía calientes de la Guerra Fría era la quintaesencia de la revuelta. La noche que cayó el Muro cristalizó en el nuevo Berlín algo que llevaba tiempo fraguándose a un lado y otro del hormigón. Bebía del punk, del Krautrock, de los breakers de Alexander Platz, de la cultura gay del Oeste, el disco y las absurdas normas musicales de la Stasi.
Después de aquello, la noche y la cultura de clubs en Europa se transformaron por completo. Pero durante años, el techno y la música electrónica siguieron sin recibir la consideración histórica y cultural por parte de la crítica institucional. Faltaba tradición, documentación, evolución y una mirada retrospectiva. Y sobraron siempre para entender la escena lugares comunes y la criminalización de una música asociada irremediablemente al consumo de drogas.
En Berlín, Ibiza, Detroit o Valencia. Energy Flash, la gran biblia sobre la eclosión de la cultura rave en el Reino Unido y todas sus derivadas escrita por Simon Reynolds en 1998, fue un punto de inflexión para aglutinar todos aquellos destellos salidos de códigos binarios y aparatos con nombres como Roland Tb-303 que alterarían la música para siempre. Ahora, Der Klang der Familie [El sonido de la familia], da un paso de gigante para entender y reconocer la relevancia de una revolución musical -que cumple ya tres décadas- culturalmente a la altura de las vividas anteriormente con el pop y el rock.
El libro, escrito por los periodistas Felix Denk y Sven von Thülen hace dos años y traducido ahora al español con enorme acierto por Alpha Decay, es una trepidante historia oral contada por sus protagonistas -porteros, promotores, camareras, productores, dj’s o dueños de tiendas de discos- sobre el encuentro entre dos mundos separados por una franja y la inocencia con la que decidieron reinventarlo todo cada fin de semana: la música, la ropa, los escenarios… Y sí, también la droga. Los autores construyen una conversación múltiple y viva a través de unas 150 entrevistas realizadas en 2011 que funcionan perfectamente para entender una maravillosa casualidad: la irrupción de una nueva música surgida de las máquinas y la aparición de un escenario perfecto levantado sobre las grietas legales y los espacios desechados de un sistema que acababa de colapsar.
Los nuevos clubes surgidos en el este de la ciudad burlaban la ley a través licencia de galerías de arte con barra. Los atronadores desfiles musicales que cruzaban de día el la céntrica Ku’Damm, como la Love Parade (que empezó con 150 participantes y llegó a reunir a un millón y medio), lograron los permisos bajo el amparo constitucional del derecho a la manifestación. Bailar, como casi todo en la vida, era hacer política. Así nacieron lugares como Tresor, en una cámara acorazada subterránea y abandonada, Planet, dentro de una antigua fábrica de jabón, o E-Werk, en una subestación eléctrica o UFO. De ahí salieron los primeros pseudofestivales de electrónica como Mayday y la necesidad de buscar lugares para seguir bailando cuando salía el sol. Si la noche fue siempre el refugio de la inquisidora mirada adulta, bailar de día en el parking de un club con el maletero del coche abierto era la conquista del espacio.
Como explican los autores en el prólogo del libro, “si el techno se convirtió en la banda sonora del momento excepcional que siguió a la caída del Muro fue por tres motivos: el ímpetu del nuevo sonido, la magia de los lugares y la promesa de libertad que dicha música encerraba”. Así, la escena berlinesa, hasta entonces tejida en el oeste a través del rock y el postpunk, de artistas como Blixa Bargeld (Einstürzende Neubauten) y festivales experimentales como Atonal (que todavía existe), se convirtió en una especie de Do it yourself colectivo en el que participar era lo más importante. Y, sobre todo y solo hasta que todo se torció, sin estrellas ni jerarquías. Como una gran familia.
La revolución estaba en marcha en otros lugares europeos como Reino Unido o Bélgica, precursora con el sonido new beat. Pero el techno nació en la ciudad del motor, al otro lado del Atlántico. De ahí surgió un movimiento profundamente político y racial como Underground Resistance (UR), fundado por Mike Banks y Jeff Mills, que quiso evolucionar el sonido negro de sus padres (soul, jazz, hip-hop) y convertirlo en algo futurista elaborado a base potentes bombos y líneas de bajo. Nada de melodía, solo ritmo y textura. Si Yves Klein podía pintar un lienzo azul y proclamarlo arte contemporáneo, un tema podía construirse solo a base repeticiones. La idea era desvincular el movimiento de la industria musical. Un cruce entre Malcolm X y Kraftwerk, como lo define el productor y dj Robert Hood en el libro.
El eje entre Berlín y Detroit fue en gran medida Hardwax, una tienda de discos fundada por reconocidos artistas hoy como Moritz von Oswald y Max Ernestus que importaba cada semana música del otro lado del Atlántico. A través de los discos que llegaban de UR con la galleta central negra y un único número de teléfono como referencia, no tardaron en ponerse en contacto con aquellos “negros que no consumían drogas” y que prácticamente no habían escuchado sus discos en clubes. Mills, Banks, Hood o Rolando (este bastante más tarde) descubrieron en Berlín un espacio que se adaptaba mucho mejor a su propuesta que su ciudad natal. El productor y dj Blake Baxter, uno de aquellos exploradores estadounidenses, lo define así en el libro: “Detroit es más bien gris. Digamos que allí la oscuridad nos vino impuesta. Y la aceptamos. Mientras que en Alemania se trata más bien de una decisión motivada por razones artísticas”.
Pero lo que era política se volvió negocio y la familia se convirtió en un nido de víboras. Llegaron los djs estrella elevados dos metros por encima de la pista de baile, la MTV, los contratos con multinacionales, las fotos en revistas de adolescentes como Bravo y la construcción de una marca comercial basada en la electrónica que hoy todavía explota Berlín para atraer a millones de turistas cada año. Y la envidia. Der Klang der Familie fue el título de un disco fundacional que dos personajes de la escena (Dr. Motte y 3Phase) produjeron conjuntamente y del que vendieron más de 20.000 copias (hoy no suelen plancharse más de 300 de los nuevos lanzamientos). La historia de aquel himno techno es el símbolo de la ruptura del clan. Pasado el minuto de éxito, sus dos autores ya no volvieron a hablarse. Y aquella indigestión, como todo antes en la familia, volvió a ser colectiva.
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