13.9.21

Enrique Vila-Matas "Cincuenta años después "Las rumbas de Joan de Sagarra 2021

Cincuenta años después, las Rumbas de Joan de Sagarra –puro coraje y un inequívoco aire de ruptura en los tiempos grises del miedo– siguen siendo legendarias. Conservo la primera edición, junio de 1971, un ejemplar tan mal encuadernado que no hay una sola página, ni una sola Rumba que no haya quedado descuajeringada. En calidad de Bebé Cadum aparezco de vez en cuando en alguna de ellas. ¿Y por qué no decirlo? Es una rara sensación saberse, aunque sea de modo tan fugaz, personaje de un clásico.


Porque las Rumbas para mí son, ya hace tiempo, un clásico de la literatura de mi país, y más ahora, cuando, cincuenta años después, reaparecen, seguramente para confirmar que siguen en pie, enteras, rotas por la mala encuadernación y por el tiempo, pero vivas. Muy vivas, porque uno diría que hubo siempre en ellas voluntad de permanencia, como si Sagarra se hubiera hecho eco de unas palabras de su admirado Bernard Frank en Les rues de ma vie: “Non pas se dire: Serai-je lu dans cinquante ans? Mais: Si, par extraordinaire, je suis lu dans cinquante ans, pensons un peu a ce qui pourrait faire plaisir au lecteur d’alors…”

Al revisar esta última semana las Rumbas, que a finales de los años sesenta se publicaron diariamente en Tele/eXpres y que eran seguidas de un modo espectacular por su periodismo innovador, me he llevado alguna sorpresa, como la de enterarme de que fueron escritas por Joan en la misma mesa en la que su padre escribió Vida privada y tradujo la Divina Comedia, y por si fuera poco, en la misma mesa en la que su abuelo Ferran de Sagarra escribió su imponente estudio sobre la sigilografía catalana.

Si lo pensamos bien, me dije la pasada noche, las Rumbas tienen puntos en común con Vida privada, pues, aunque generadas en épocas distintas, coinciden en su ambición de abarcar el máximo de niveles y de ambientes de Barcelona, de abarcar las relaciones entre las distintas clases sociales. A fin de cuentas, en ambos libros, salvando todas las insalvables diferencias, se repite la conexión entre la ciudad burguesa y los bajos fondos, puesto que en la versión del hijo –parisino de nacimiento– no entramos sólo en locales de la parte alta de Barcelona, sino que visitamos, entre otros canallescos lugares, el baile del Jazz-Colón del final de las Ramblas, putas y marinos norteamericanos y algunas niñas pijas de Pedralbes: “La pista del Colón es uno de los pocos lugares en que se destila una bestialidad químicamente pura”.

En fin, que podría ser que las Rumbas fueran el Callejón del Gato de Vida privada.

Y que fueran también un modo de envejecer para el joven Joan, al que a veces, después de comer en Can Massana, había llegado a acompañar hasta la puerta de la casa de su madre en la Bonanova, que era donde las escribía.

“¿Envejecer? Debe ser el arte de descubrir a tiempo que la mayoría de los clichés con los que hemos vivido eran eso, clichés, y que el ser humano es algo más complejo e imprevisible” le dijo en cierta ocasión a Martí Gómez en un reportaje de abril del 94 para La Vanguardia.

Ya entonces se hablaba en Barcelona de asuntos parecidos a los de ahora. Y así, al leer por ejemplo Joan que el público confiaba en los artículos anunciados en catalán, decía que le parecía estupendo, “pero lo único que me entristece es que ese público llevado de su infinita confianza, no podrá disfrutar del caviar del Irán, ni de los hígados de las ocas de Estrasburgo, ni de los Montecristos, ni de un buen Brie, ni de las botellas del señor Mumm…”

Y ya entonces, en su columna dedicada a la distinción entre lo in y lo off con motivo del ultramoderno estreno en el cine Publi de Qui êtes-vous, Polly Maggoo?, Joan confesaba haber terminado quedándose fuera: “Son las diez y cuarto de la noche. En el Paseo de Gracia sopla un vientecillo nada agradable. Opto por quedarme out. Me meto en el Drugstore, pido un café…”

Recuerdo haber leído aquella Rumba al día siguiente de haber asistido al estreno patrocinado por Fotogramas y, al sentirme yo tan in, haberme quedado extrañado de que Joan hubiera preferido quedarse fuera. Yo tenía veinte años y lo último que imaginé es que con el tiempo, medio siglo después, sabría ver en su gesto, en su elección del vientecillo desagradable, una coherencia muy acorde con su forma de enfrentarse al mundo, porque en realidad siempre aceptó la existencia de lo in a condición de que tuviera su reverso, el aire incómodo del paseo de Gràcia, la intemperie, el malditismo de un Artaud (como señalaba Josep María Carandell en su prólogo a la primera edición), lo off.

Un ser muy contradictorio y, por tanto, enormemente humano. Los amigos pudimos comprobarlo el día en que organizó una fiesta para la entrega, por parte del cónsul francés de Barcelona, de la medalla de la Ordre des Arts et des Lettres. Durante la organización y desarrollo de la fiesta se le vio feliz, pero cuando le tocó decir unas palabras de respuesta al cónsul que acababa de condecorarlo, estas fueron de rechazo, desconcertantes. En realidad es absurda, vino a decir, esta medalla porque dármela es una redundancia, yo nací en París y por tanto soy francés.

Imprevisible, contradictorio, terrible. Y siempre afuera, a la intemperie, con el vientecillo. Aunque eso sí: con la memoria –potentísima– de lo vivido. Y la tristeza.


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