Recomendar Manual para mujeres de la limpieza (editorial Alfaguara) no es nada original. Lo hacen nueve de cada diez dentistas que lo han leído y una masa heterogénea de críticos, libreros y lectores. De hecho es la consecuencia natural de una lectura que necesita ser compartida. Es el estado ideal de un libro, cuando el lector no puede resistir la necesidad de abrir las ventanas y ponerse a gritar que existe.
Sí, ya sé que el entusiasmo expresado sin complejos fomenta la inflación de las expectativas y excita la glándula de la suspicacia. Y que en el mundo actual, que ha evolucionado del “no hay para tanto” al “me lo imaginaba más grande” hasta las aguas fétidas del “está sobrevalorado”, entusiasmarse es una herejía que se castiga con lapidación virtual.
Pero resulta que los cuentos de Berlin entusiasman y son diferentes a todos los cuentos que habéis leído, incluso a los de otras cuentistas anglófonas vagamente contemporáneas marcadas por vidas torturadas, perturbadoras y una imaginación disonante: Diski, Davis, Hempel, Munro, Moore, Parker, Rhys, Link, Paley...
De manera que si las comparas no le haces justicia ni a Berlin ni a sus colegas y caes en el error de no centrarte en lo que de verdad importa: que los amantes de los cuentos hagan correr el rumor y que los círculos concéntricos del contagio se expandan más allá del núcleo de devotos, confrontados a la insólita experiencia de tener que releer inmediatamente un libro que acaban de leer porque en las librerías no hay ningún otro de la misma autora y porque, cuando lo vuelves a leer, constatas que el libro, tú y el mundo ya no sois los mismos.
Pero resulta que los cuentos de Berlin entusiasman y son diferentes a todos los cuentos que habéis leído, incluso a los de otras cuentistas anglófonas vagamente contemporáneas marcadas por vidas torturadas, perturbadoras y una imaginación disonante: Diski, Davis, Hempel, Munro, Moore, Parker, Rhys, Link, Paley...
De manera que si las comparas no le haces justicia ni a Berlin ni a sus colegas y caes en el error de no centrarte en lo que de verdad importa: que los amantes de los cuentos hagan correr el rumor y que los círculos concéntricos del contagio se expandan más allá del núcleo de devotos, confrontados a la insólita experiencia de tener que releer inmediatamente un libro que acaban de leer porque en las librerías no hay ningún otro de la misma autora y porque, cuando lo vuelves a leer, constatas que el libro, tú y el mundo ya no sois los mismos.
Saber quién es la autora debería ser irrelevante. No sé casi nada de Robert L. Stevenson o de Etgar Keret y, en cambio, he devorado sus libros con compulsión bulímica. Pero resulta que Manual para mujeres de la limpieza pertenece a la categoría de libros que hacen que el lector desee saber cosas de su autora, por más que sospeche que esta tentación puede tener consecuencias decepcionantes en su percepción de lo leído.
Para resumir lo que dice internet: Lucia Berlin (1936-2004) fue una mujer inteligente, atractiva, de vida accidentada (entendiendo accidentada como la suma de ingredientes tan diversos como maridos peligrosos y fascinantes, adicciones varias, hijos de padres distintos, nomadismos vocacionales o circunstanciales, una enfermedad durísima como la escoliosis y abismos imprevistos de riqueza, pobreza, legalidad y delincuencia) y amante del arte anacrónico de escribir cartas.
El problema del entusiasmo que provocan estos cuentos es que son difíciles de explicar. Quiero decir que si vas a un restaurante y te enamoras de unos rigatoni a la calabresa sensacionales, pues sólo tienes que explicarlo. Pero ¿cómo explicas los cuentos de Berlin? ¿Cómo resumes la carnalidad, el desequilibrio, la sensación de peligro, un estilo que te corta las entrañas como un bisturí pero que al mismo tiempo te hace sonreír y sentir una envidia inconfesable de unas vidas vividas siempre al límite de la catástrofe y la locura?
Me arriesgaré a ponerme pesado: leed Manual para señoras de la limpieza.
Sergi Pàmies.
Mi jockey
Me gusta trabajar en Urgencias, por lo menos ahí se conocen hombres. Hombres de verdad, héroes. Bomberos y jockeys. Siempre vienen a las salas de urgencias. Las radiografías de los jinetes son alucinantes. Se rompen huesos constantemente, pero se vendan y corren la siguiente carrera. Sus esqueletos parecen árboles, parecen brontosaurios reconstruidos. Radiografías de San Sebastián.
Suelo atenderlos yo, porque hablo español y la mayoría son mexicanos. Mi primer jockey fue Muñoz. Dios. Me paso el día desvistiendo a la gente y no es para tanto, apenas tardo unos segundos. Muñoz estaba allí tumbado, inconsciente, un dios azteca en miniatura, pero con aquella ropa tan complicada fue como ejecutar un elaborado ritual.
Exasperante, porque no se acababa nunca, como cuando Mishima tarda tres páginas en quitarle el kimono a la dama. La camisa de raso morada tenía muchos botones a lo largo del hombro y en los puños que rodeaban sus finas muñecas; los pantalones estaban sujetos con intrincados lazos, nudos precolombinos. Sus botas olían a estiércol y sudor, pero eran tan blandas y delicadas como las de Cenicienta. Entretanto él dormía, un príncipe encantado.
Empezó a llamar a su madre incluso antes de despertarse. No solo me agarró de la mano, como algunos pacientes hacen, sino que se colgó de mi cuello, sollozando «¡Mamacita, mamacita!». La única forma de que consintiera que el doctor Johnson lo examinara fue acunándolo en mis brazos como a un bebé. Era pequeño como un niño, pero fuerte, musculoso. Un hombre en mi regazo. ¿Un hombre de ensueño? ¿Un bebé de ensueño?
El doctor Johnson me pasaba una toalla húmeda por la frente mientras yo traducía. La clavícula estaba fracturada, había al menos tres costillas rotas, probablemente una conmoción cerebral. No, dijo Muñoz. Debía correr en las carreras del día siguiente. Llévelo a Rayos X, dijo el doctor Johnson. Puesto que no quiso tumbarse en la camilla, lo llevé en brazos por el pasillo, estilo King Kong. Muñoz sollozaba, aterrorizado; sus lágrimas me mojaron el pecho.
Esperamos en la sala oscura al técnico de Rayos X. Lo tranquilicé igual que habría hecho con un caballo. «Cálmate, lindo, cálmate. Despacio... despacio». Se aquietó en mis brazos, resoplaba y roncaba suavemente. Acaricié su espalda tersa. Se estremeció, lustrosa como el lomo de un potro soberbio. Fue maravilloso.
Lucia Berlin, Mi jockey (Manual para mujeres de la limpieza).
Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino.
Versión Kindle
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