No hay probablemente en la historia de la literatura una obra que haya suscitado tanta unanimidad como La cartuja de Parma. Italo Calvino la calificó como «la más bella novela del mundo». Gide la valoró como el mejor texto escrito en francés de todos los tiempos. A Balzac le pareció una creación que «expresa la perfección» y la madurez de un escritor. Y Tolstoi se inspiró en ella para su Guerra y paz.
Leí la novela de Henry Beyle Stendhal cuando tenía 17 años. Su magia me atrapó desde el primer momento y, mientras devoraba sus páginas, crecía mi enamoramiento por Gina, la duquesa de Sanseverina, que cautiva al príncipe y a la corte de Parma. Y sentí envidia por Fabricio del Dongo, el sobrino por quien suspira esa mujer que, a sus 36 años, rompe todos los corazones de quienes la rodean.
Se ha discutido sobre si La cartuja de Parma se puede encuadrar dentro del romanticismo o si es una obra realista, precursora de Balzac y Flaubert. El debate me parece irrelevante porque la novela supera cualquier intento de clasificación. Es sencillamente una creación absolutamente original, que remite directamente al lector como un relato que se escucha en torno a una hoguera mientras cae la nieve en el exterior.
Como cuenta su traductora Consuelo Berges, fue escrita en el otoño de 1839 cuando Stendhal llevaba año y medio en París tras haber vivido y ejercido la labor de cónsul en Italia durante 16 años. Encerrado en un piso de la rue Caumartin, trabajando día y noche, la obra brotó espontáneamente de su pluma en tan sólo diez semanas tras nueve años de sequía productiva.
Pocos meses después, en abril de 1940, un editor parisino publica en dos tomos La cartuja de Parma con más pena que gloria, ya que el libro pasó desapercibido. Stendhal apenas tuvo tiempo de ver los primeros ejemplares porque fue de nuevo enviado como cónsul a Civitavecchia. Año y medio más tarde, vuelve con un permiso a París para morir de un infarto cerebral en plena calle.
La cartuja de Parma es, pues, la obra póstuma de Stendhal, el testamento literario en el que nos transmite su pasión por Italia y su admiración por Napoleón, dos sentimientos que laten en toda la novela. En sus primeras páginas, Fabricio del Dongo, segundo hijo de un noble legitimista y ultracatólico que vive en un castillo junto al lago de Como, huye de los dominios familiares para alistarse en las tropas del Emperador. Llega a caballo a Waterloo en vísperas de la batalla y contempla el despliegue del ejército francés en aquella jornada fatídica, mientras los cañonazos vuelan sobre su cabeza. Fabricio se topa con el mariscal Ney y luego ve pasar a Napoleón delante de sus ojos sin reconocerlo. Huye junto a los soldados de la Grande Armée en desbandada sin ser consciente de que ha sido testigo de un acontecimiento que cambiará la historia.
Esta introducción, extremadamente realista, marca el sentido de toda la obra porque da la impresión de que todo lo que viene después en La cartuja de Parma es una fábula imaginaria. Las aventuras y desventuras de Fabricio, sus amores y desamores, su ascenso y su caída, parecen el sueño de una noche de verano más que algo que ha sucedido realmente. De hecho, en el preámbulo de su novela, el autor nos advierte que se ha limitado a transcribir una historia escuchada en un café.
La trama se desarrolla con el trasfondo de las luchas napoleónicas en una Europa en la que el viejo régimen se derrumba, mientras la duquesa Sanseverina, la gran protagonista de la narración, tiene el corazón dividido entre su sobrino Fabricio y el conde Mosca, camaleónico primer ministro de Parma y favorito del príncipe Ernesto.
En cierta forma, la acción que describe Stendhal es inverosímil y en todo momento el lector es consciente de que la novela es un folletín. Pero la descripción de los tres personajes -Fabricio, su tía y Mosca- es sencillamente insuperable. Pocas veces se ha profundizado mejor en los secretos y las contradicciones de los seres humanos.
Balzac escribió que Stendhal se burló de lo que amaba en La cartuja de Parma. No puedo estar más en desacuerdo con esta afirmación porque la obra es una declaración de amor a Italia y a la duquesa de Sanseverina, a la que su autor buscó sin éxito por las calles de Roma, Florencia y Nápoles a lo largo de toda la vida.
Pedro García Cuartango
Articulista de Opinión
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