Una noche, Bob Dylan salió al escenario con una máscara de goma que era su propia cara. El público se quedó atónito. ¿Habría tenido otro accidente? ¿Sería un impostor? La voz sonaba igual. Si era un sustituto, hacía muy bien su trabajo. Cantó un rato con la máscara puesta, y después se la arrancó y la lanzó lejos. ¡Aquí le tenemos en carne y hueso! ¡El auténtico! Fue una actuación terrorífica y el público en ningún momento dejó de preguntarse si realmente era Dylan o no.
En La parte inventada, de Rodrigo Fresán (Mondadori), me he sentido como uno de aquellos espectadores, pues todo ha sido un ir y venir desasosegado, viajando de una máscara a otra de ese hombre solo o escritor que es el centro de la novela y que, como mínimo, es un agente triple: el que lee y escribe, el que tiene vida privada y baja en funicular a la ciudad, y el que aparece en público. Ese agente triple me ha recordado que un ventrílocuo es mucho más él mismo cuando está simultáneamente siendo otro, pero ninguno de los dos es él tras caer el telón, lo que nos lleva a preguntarnos quién es ese tercer hombre que se queda solo, distinto de los dos del escenario.
En la novela de Fresán, donde un juguete de cuerda altera el destino de tantos personajes, el tercer hombre no cesa apenas nunca de transformar lo real y de generar en él “la parte inventada” de su mundo. Pero, cuando descansa de esa tensión con la realidad y se queda a solas fuera del escenario, le vemos vagar en la noche como un fantasma, como si fuera Bioy en su rutina nocturna con Borges.
Al ser bien cierto que los libros que verdaderamente me interesan son aquellos que el autor ha comenzado sin saber de qué trataban y los ha terminado en la misma penumbra, La parte inventada ha despertado toda mi atención y admiración. Hay tiniebla en él, pero acoge luces en su interior, porque es brillante su prosa dirigida a lectores de antes; prosa que arde al modo de un cohete que como una araña explotara entre las estrellas y que incendia en su afán por extremar el estilo, la voz propia, y así de paso, como quien no quiere la cosa, maniobrar como si nada se hubiera colapsado en el mundo editorial y Nabokov siguiera, imperturbable, moviendo alfiles en los atardeceres de Montreux, es decir, se pudiera seguir escribiendo como en los buenos tiempos.
Propone La parte inventada que veamos que el único recurso que le queda a la literatura en la gran época digital es el estilo. En un momento en que abundan los escritores que “simplemente narran, pero no escriben”, la opción del arte y del estilo me recuerda a Pepe Bergamín cuando decía que cada torero hace el toreo a su modo, pero sólo algunos tienen estilo, porque “en el toreo se puede aprender todo menos a ser torero”, y tal vez por eso no hay muchos toreros de verdad. “Hoy a esos toreros de verdad se les llama artistas, como a los que no lo son se les debería llamar, sin desdén, lidiadores, que es muy distinta cosa”, nos dijo Bergamín. Y ahí quedó y queda eso. Por si alguien quiere unirse a los que se niegan a arriar su bandera.
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