La plaza del Diamante llevaba ya veinticinco ediciones en catalán. Yo la leí en castellano por esos tiempos, y mi deslumbramiento fue apenas comparable al que me había causado la primera lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, aunque los dos libros no tienen en común sino la transparencia de su belleza.A partir de entonces, no sé cuántas veces la he vuelto a leer, y varias de ellas en catalán, con un esfuerzo que dice mucho de mi devoción.Al parecer, pocas personas saben fuera de Cataluña quién era esa mujer invisible que escribía en un catalán espléndido unas novelas hermosas y duras como no se encuentran muchas en las letras actuales. Una de ellas -La plaza del Diamante- es, a mi juicio, la más bella que se ha publicado en España después de la guerra civil.
La razón de que se la conozca tan poco, aun dentro de España, no puede atribuirse a que hubiera escrito en una lengua de ámbito reducido, ni a que sus dramas humanos transcurran en un rincón secreto de la muy secreta ciudad de Barcelona, pues sus libros han sido traducidos a más de diez idiomas y en todos ellos han sido objeto de comentarios críticos mucho más entusiastas de los que merecieron en su propio país. "Éste es uno de los libros de alcance universal que haya escrito el amor", escribió en su momento el crítico francés Michel Cournot, refiriéndose a La plaza del Diamante.
Diana Athill, sobre la versión inglesa, escribió: "Es la mejor novela publicada en España en muchos años". Y un crítico del Publisher Weekly, en Estados Unidos, escribió que era una novela extraña y maravillosa.
Sin embargo, hace algunos años, y con motivo de alguno de tantos aniversarios, se hizo una encuesta entre escritores españoles de hoy para tratar de establecer, según su criterio, cuáles eran los diez mejores libros escritos en España después de la guerra civil, y no recuerdo que alguno hubiera mencionado a La plaza del Diamante. En cambio, muchos citaron con toda justicia La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Lo curioso es que este libro, cuyos cuatro tomos apretados habían sido publicados a fines de la cuarta década de este siglo en Buenos Aires, no había sido ni ha sido todavía publicado en España, y, en cambio,
Sin embargo, hace algunos años, y con motivo de alguno de tantos aniversarios, se hizo una encuesta entre escritores españoles de hoy para tratar de establecer, según su criterio, cuáles eran los diez mejores libros escritos en España después de la guerra civil, y no recuerdo que alguno hubiera mencionado a La plaza del Diamante. En cambio, muchos citaron con toda justicia La forja de un rebelde, de Arturo Barea. Lo curioso es que este libro, cuyos cuatro tomos apretados habían sido publicados a fines de la cuarta década de este siglo en Buenos Aires, no había sido ni ha sido todavía publicado en España, y, en cambio,
La plaza del Diamante llevaba ya veinticinco ediciones en catalán. Yo la leí en castellano por esos tiempos, y mi deslumbramiento fue apenas comparable al que me había causado la primera lectura de Pedro Páramo, de Juan Rulfo, aunque los dos libros no tienen en común sino la transparencia de su belleza.A partir de entonces, no sé cuántas veces la he vuelto a leer, y varias de ellas en catalán, con un esfuerzo que dice mucho de mi devoción.
La vida privada de Mercè Rodoreda es uno de los misterios mejor guardados de la muy misteriosa ciudad de Barcelona. No conozco a nadie que la haya conocido bien, que pueda decir a ciencia cierta cómo era, y sus libros sólo permiten vislumbrar una sensibilidad casi excesiva y un amor por sus gentes y por la vida de su vecindario que es quizá lo que les da un alcance universal a sus novelas. Se sabe que pasó la guerra civil en la casa familiar de San Gervasio, y su estado de alma de ese tiempo es evidente en sus libros. Se sabe que después se fue a vivir a Ginebra, y que allí escribió al rescoldo de sus nostalgias. "Cuando empecé a escribir la novela apenas si recordaba cómo era la plaza del Diamante", escribió en uno de sus prólogos, que son muestras ejemplares de su conciencia de novelista.
Alquien que no sea otro escritor podría sorprenderse de que la autora hubiera logrado una recreación tan minuciosa y lúcida de sus lugares y sus gentes a partir de una vivencia remota, casi perdida entre las brumas de la infancia. "Sólo recordaba", ha escrito en el prólogo de una edición catalana, "cuando tenía trece o catorce años, que una vez, por la fiesta mayor de Gracia, fui a caminar por las calles con mi padre. En la plaza del Diamante habían levantado una carpa, como en otras plazas, por supuesto, pero la que siempre recordé fue aquella. Al pasar frente a esa caja de música, yo, a quien mis padres habían prohibido bailar, tenía unos deseos desesperados de hacerlo, y andaba como un ánima en pena por las calles adornadas". Mercé Rodoreda suponía que fue a causa de esta frustración que muchos años después, en Ginebra, empezó su novela con aquella fiesta popular.
En general, esa ansiedad de bailar, que sus padres reprimieron siempre porque no era admisible en una chica decente, ha sido identificada por la propia escritora como la contrariedad original que le dio el impulso para escribir.
Pocos autores han hecho precisiones tan certeras y útiles sobre el proceso subconsciente de la creación literaria como las que hizo Mercé Rodoreda en los prólogos de sus libros. "Una novela es un acto mágico", escribió. Hablando de Espejo roto -su novela más larga- hizo otra revelación casi alquímica: "Eladi Farriols, muerto y tendido en una biblioteca de una casa señorial, me resolvió el primer capítulo del modo más inesperado". En otra parte dijo: "Las cosas tienen una gran importancia en la narración. Y la han tenido siempre, mucho antes de que Robbe-Grillet escribiera Le voyeur".
Conocí esta declaración mucho después de que su autora me hubiera deslumbrado con la sensualidad con que hace ver las cosas en el aire de sus novelas, mucho después de que me hubiera asombrado la luz nueva con que las iluminan sus palabras. Un escritor que todavía sabe cómo se llaman las cosas tiene salvada la mitad del alma, y Mercé Rodoreda lo sabía a placer en su lengua materna. En castellano, en cambio, no todos los escritores lo sabemos, y en algunos se nota más de lo que nosotros mismos creemos.
Creo -si no recuerdo mal- que Mercé Rodoreda es la única escritora (o el único escritor) que he visitado sin conocerla, impulsado por una admiración irresistible. Supe por nuestro editor común, hace unos doce años, que ella estaba en Barcelona por pocos días, y me recibió en un apartamento provisional, amueblado de un modo muy sobrio y con una sola ventana que daba sobre el jardín crepuscular de Monterolas. Me sorprendió su aire distraído que más tarde encontré definido en uno de sus prólogos: "Quizá la más marcada de mis múltiples personalidades sea una especie de inocencia que me hace sentirme bien en el mundo en que me ha tocado vivir". Entonces yo sabía que junto a la vocación literaria tenía una vocación paralela, tan dominante como la otra, y era la de cultivar flores.
Hablamos de eso, que yo consideraba como otra forma de escribir, y entre rosas y rosas trataba de hablarle de sus libros y ella trataba de hablarme de los míos. Me llamó la atención que de todo lo escrito por mí le interesaba más que nada el gallo del coronel que no tenía quien le escribiera, y a ella le llamó la atención que me gustara tanto la rifa de la cafetera en La plaza del Diamante. Tengo hoy un recuerdo entre nieblas de aquel extraño encuentro, que sin duda no fue uno de los recuerdos que ella se llevó a la tumba, pero para mí fue la única vez en que conversé, con un creador literario que era una copia viva de sus personajes. Nunca supe por qué, al despedirme en el ascensor, me dijo: "Usted tiene mucho sentido del humor". Nunca más tuve noticias de ella hasta esta semana, en que supe por casualidad, y en mala hora, que le había ocurrido el único percance que podía impedirle seguir escribiendo.
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