Luder, escritor ficticio, álter ego del propio Julio Ramón Ribeyro, es un personaje solitario y desencantado. «A Luder lo frecuenté mucho durante los largos años que vivió en París. Ocupaba un viejo departamento en el Barrio Latino sin más compañía que su criada y, por épocas, de una que otra amiga que podía quedarse allí sólo unos días o una larga temporada. En su espaciosa biblioteca, donde pasaba la mayor parte del tiempo leyendo, escribiendo o escuchando música —tan pronto óperas de Verdi como boleros de Agustín Lara— recibía al atardecer muy irregularmente a dos o tres amigos y a los pocos jóvenes autores o estudiantes que habían leído sus raras publicaciones.
Estas veladas eran sencillas. Se bebía sólo vino (tinto y burdeos, sobre esto Luder era inflexible) y se hablaba de todo, sin protocolo ni concierto. Era visible que Luder encontraba un vivo placer en estas visitas, pues le permitían salir de su aislamiento y asomarse, aunque fuera por momentos, a una realidad que le era cada vez más extraña y, en muchos aspectos, insoportable».
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—Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni
desterrado —dice Luder—. Debo en consecuencia ser un miserable.
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—Lo que diferencia a los escritores franceses de los norteamericanos —dice
Luder— es que los primeros se limitan a cultivar un jardín, mientras los segundos se
lanzan a roturar un bosque.
—¿Y tú?
—Ah, yo sólo riego una maceta.
23
—¡No, por favor! —protesta Luder, cuando vienen a buscarlo una vez más para
que firme un manifiesto humanitarista o participe en un mitin a favor del pueblo
oprimido—. Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo.
33
—Es un escritor tan anticuado —dice Luder— que cuando abres uno de sus libros
todas sus letras salen volando, como una nube de polillas.
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—Hoy he amanecido particularmente optimista —dice Luder—. Creo que voy a
poder al fin dedicarme a la redacción de mi epitafio.
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—Hace tiempo que no se lee nada tuyo —le dicen a Luder—. ¿Has dejado de
escribir?
—Les responderé con más precisión: he abdicado.
78
—Detesto dar consejos literarios —dice Luder—. Pero si algún joven insiste en
pedírmelos le responderé como un guardia de tránsito: evitar los cruceros, tomar las
avenidas.
13
—Cuando a Balzac le entra la manía de la descripción —observa un amigo—
puede pasarse cuarenta páginas detallando cada sofá, cada cuadro, cada cortina, cada
lámpara de un salón.
—Ya lo sé —dice Luder—. Por eso no entro al salón. Me voy por el corredor.
87
Luder lanza una mirada lenta, circular y fatigada a los miles de libros que
contienen los estantes de su biblioteca.
—¡Cuánto ignoramos! —suspira.
70
—Me he dado cuenta que cometo siempre los mismos errores —dice Luder—. Lo
que es una gran comodidad: el discurso de arrepentimiento lo tengo ya preparado.
31
—Soy como un jugador de tercera división —se queja Luder—. Mis mejores
goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas
borrachos que no se acuerdan de nada.
95
—Sólo verán aire en el aire —dice Luder—. He puesto tanto empeño en construir
el pedestal que ya no me quedaron fuerzas para levantar la estatua.
18
—¿A qué te dedicas ahora? —le preguntan a Luder.
—Estoy inventando una nueva lengua.
—¿Puedes darnos algunos ejemplos?
—Sí: dolor, soñar, libre, amistad…
—¡Pero esas palabras ya existen!
—Claro, pero ustedes ignoran su significado.
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Un amigo irrumpe en su casa para anunciarle que ya se firmó el armisticio.
—¡Bah! —comenta Luder—. Ya te darás cuenta que la paz sólo consiste en
cambiar la guerra de lugar.
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—No hay que buscar la palabra más justa, ni la palabra más bella, ni la más rara
—dice Luder—. Busca solamente tu propia palabra.
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—Al despertarte no tires nunca de la cola del sueño —dice Luder—. Es mejor
dejar que el monstruo regrese a su madriguera.
43
—¡Cómo me hubiera gustado conocer a Goethe, a Stendhal, a Hugo, a Joyce! —
exclama un amigo entusiasta.
—¡Ah, no! —protesta Luder—. No los hubieras aguantado más de cinco minutos.
Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Sólo la muerte los vuelve
frecuentables.
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—¿Qué opinas de la vanguardia? —le preguntan a Luder.
—¿La vanguardia? No tengo nada que ver con el arte de la guerra.
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Lo encuentran paseándose abstraído en torno a la mesa de su biblioteca.
—Me he dado cuenta —dice Luder— que nuestra vida sólo consiste en dar
vueltas y vueltas alrededor de unos cuantos objetos.
32
—¡Cuánto lo siento! —se excusa Luder, cuando le piden su opinión sobre los
trágicos griegos, Virgilio o La Divina Comedia—. Hasta ahora no he podido cumplir
la cita que tengo en una isla desierta con los Grandes Autores de la Literatura
Universal.
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—Hay tantas universidades ahora —dice Luder— que en ellas se distribuye más
la ignorancia que el conocimiento. Los educadores olvidan que el saber es como la
riqueza: mientras más se reparte, menos le toca a cada uno.
4
—Ven con nosotros —le dicen sus amigos—. La noche está espléndida, las calles
tranquilas. Tenemos entradas el cine y hasta hemos reservado mesa en un restaurante.
—¡Ah, no! —protesta Luder—. Yo sólo salgo cuando hay un grado, aunque sea
mínimo, de incertidumbre.
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—La libertad, por desgracia, no se puede compartir —dice Luder—. Toda
compañía, por agradable que sea, implica una cesión. Sólo pueden ser libres los
solitarios.
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