Un incierto día dejó de ser uno de tantos que escribía y se dedicó en cuerpo y alma a ser Enrique Vila-Matas. Hasta ese momento nada sucedió en su vida que no fuera previsible en un joven con los sueños confusos de llegar a ser alguien el día de mañana. A los 17 años había iniciado los estudios de Derecho, se había inscrito en el grupo de teatro de la universidad, después encaminó sus pasos en el territorio del arte.
Animado por el periodista Del Arco, amigo de su padre, se matriculó en la Escuela de Periodismo y a la hora de rendir las primeras armas en este oficio, tuvo la suerte, con 20 años cumplidos, de unirse a la alegre tropa de la revista Fotogramas.
Dirigió dos cortometrajes rodados en Cadaqués y de ahí directamente a Melilla, donde —en la trastienda de un economato militar— escribió su primer libro, que a pesar de su resistencia, Beatriz de Moura se empeñó en publicar. El joven Vila-Matas pasó por una etapa en que creía que la propia destrucción le serviría para investirse de maldito, un timbre de gloria en aquel tiempo; de hecho se vanagloriaba de ser entre todos los de su pandilla quien más alcohol podía mear.
Pero hubo un incierto día en que Vila-Matas asumió que un novelista había que dejar de ser escritor para convertirse en supervisor, crítico y personaje en el interior de su propio relato. Para llevar este principio a sus últimas consecuencias tomó una cita de Borges o Marguerite Duras, o de Kafka, o de Cervantes y sirviéndose de ella como ariete penetró en el laberinto de espejos donde la literatura es literatura y solo literatura como una rosa es una rosa es una rosa es una rosa, en el jardín de Gertrude Stein.
Vila-Matas confiesa que se sale de casa como se sale de una frase, pero una vez fuera de casa comienzan a pasar cosas que hay que contar como si no las vieras. Si la Ilíada y la Eneida son literatura es porque Homero estaba ciego y no veía el mar ni las murallas de Troya. Vila-Matas piensa, como Marguerite Duras, que se escribe para saber cómo muere una mosca, pero siempre que sea la mosca quien lo escriba. Darle mil vueltas a esta frase constituye la sustancia de Vila-Matas.
Habla en voz baja, como desenchufado de un antiguo placer, sonríe siempre, sobre todo cuando se sorprende a sí mismo diciendo las cosas que dice. Al explicar cualquier teoría literaria, sabes que después de unos segundos es capaz de afirmar lo contrario con la misma sonrisa irónica ante la perplejidad y asombro al interlocutor. El éxito de Vila-Matas se debe a que obliga a los críticos a creerse inteligentes y a los lectores a ser tan analistas como el propio escritor
Deberás creerle si te explica que fue detenido en París en 1974 en el restaurante del drugstore de Saint Germain des Prés al ser confundido con el terrorista venezolano Carlos. Semanas antes, el venezolano había colocado una bomba en aquel local, del que previamente había visitado su restaurante, donde se había dedicado a leer prensa escrita en español.
— Se dio la casualidad de que yo iba allí una vez por semana a leer prensa deportiva española, en concreto la revista Dicen, que llegaba con dos días de retraso a París. Las camareras avisaron a la policía. Y el caso es que, un día, justo en medio de mi almuerzo en solitario, se me acercaron dos gorilas y me pidieron con evidente nerviosismo que les acompañara al cuarto de baño, donde me registraron cagados de miedo (lógico si creían que yo era Carlos).
Pronto se dieron cuenta de su error, pero aún así, detenido, quisieron ir hasta mi buhardilla y subieron a pie seis pisos del inmueble de la calle Saint Benoît para al final comprobar que yo era, o al menos eso parecía, un simple y minúsculo pobre hombre de letras. Recuerdo que, al despedirse, uno de los gorilas, ya en la puerta de la buhardilla mínima, me preguntó —imagino que buscando tener algún detalle conmigo antes de liberarme— si me gustaba Simenon. Y también recuerdo que ni aguardó a que le respondiera.
Pronto se dieron cuenta de su error, pero aún así, detenido, quisieron ir hasta mi buhardilla y subieron a pie seis pisos del inmueble de la calle Saint Benoît para al final comprobar que yo era, o al menos eso parecía, un simple y minúsculo pobre hombre de letras. Recuerdo que, al despedirse, uno de los gorilas, ya en la puerta de la buhardilla mínima, me preguntó —imagino que buscando tener algún detalle conmigo antes de liberarme— si me gustaba Simenon. Y también recuerdo que ni aguardó a que le respondiera.
He aquí la sustancia de Vila-Matas: introduce a Simenon en este suceso real para que se convierta en un relato policíaco y al policía que no espera respuesta a comportarse como un detective de novela. Por lo demás, de su reconfortante amistad con Juan Marsé desde los tiempos de Bocaccio, ha sacado la consigna moral de no combatir a los idiotas sino de crearse un mundo propio en el cual los idiotas no puedan entrar.
A lo largo de este 2019, en diferentes sesiones de tres horas cada una, Adam Thirlwell le está entrevistando para The Paris Review, en la célebre serie Writers at Work (Escritores en el trabajo); una serie de la que se ha dicho que es “uno de los actos individuales más persistentes de la conversación cultural en la historia del mundo”. Ahí es donde Vila-Matas, burlándose de sí mismo y del interlocutor, flota sobre el espíritu de las aguas.
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