En el Viaje a la Luna se dan cita Julio Verne, H. G. Wells y la ciencia ficción naíf de la época, esa misma época que verá nacer sobre el papel a héroes como John Carter de Marte. Los exploradores llegan a su destino en un proyectil gigantesco para encontrar que nuestro satélite está habitado por criaturas extrañas, y se enfrentan a ellas antes de volver a la Tierra. El límite no está en las posibilidades técnicas, sino tan solo en la imaginación desbordada del cineasta.
Pero ese cóctel de ingredientes solo funcionará gracias al pase mágico de su autor, que aplica los principios del ilusionismo al naciente cine. Méliès comienza haciendo los mismos números en pantalla que en escena, con señoritas que desaparecen ante los ojos del público y demás efectos clásicos. Y mientras su exploración le lleva a la narración, y sus películas se convierten en historias, su oficio lo mantendrá siempre en perpetua búsqueda y plasmación de lo imposible.
Algunos años más tarde del paseo del profesor Barbenfouillis por la superficie lunar y su encuentro con los selenitas,el progreso alcanzaría a la imaginación, aquellos viajes ya no tan extraordinarios quedarían poco a poco relegados al rincón frente a un nuevo cine que nacía. Pero, lo sepamos o no, aún hoy cada vez que hablamos de «la magia del cine», estamos hablando de Georges Méliès.
Amamos la ciencia ficción porque es más que literatura o más que cine. Amamos la ciencia ficción porque puede llevarnos a la Luna y vuelta. La amamos porque es el arte de lo imposible. Porque es, por encima de todo, magia.
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