13.1.20

Álvaro Corazón Rural "Can: cuando Alemania desafió el imperialismo anglosajón del rock con música telepática"

Pocos grupos como estos alemanes revolucionaron la música de forma más explosiva. La comunión que surgió entre ellos, que atribuían en una broma constante a la telepatía y la magia, hacía entrar en trance a la audiencia. Hay un concierto filmado de 1972 que lo demuestra. Esa cinta queremos traer hoy a «Busco en la basura algo mejor», pero antes, situémonos en las coordenadas históricas.
Tras la derrota en la II Guerra Mundial, ser alemán no molaba. Se podía ser joven y alemán, por supuesto, pero no había formas de expresarlo de forma autóctona. Orgullosa. Natural. La cultura popular estaba invadida por la oferta anglosajona. Alemania era receptora, ahí tuvo a los Beatles en Hamburgo, pero no aportaba. Son diversas y discutidas las causas y no nos vamos a extender ahora en ellas, pero hasta que llegó el krautrock, la oleada de la que Can fueron uno de los máximos estandartes, no pusieron su pica en Flandes en la revolución musical que se había iniciado en los sesenta.

Mientras que en el mundo anglosajón el proceso había sido, digámoslo sin rodeos, saquear la música negra como en unas rebajas españolas de enero, el nuevo rock alemán se trataba de una corriente que absorbía influencias de todas partes, del jazz, del R&B, sí, pero también de la música oriental, de los ritmos gitanos del este de Europa, y de las tendencias del momento, la psicodelia y el rock progresivo. ¿Y no sonaba todo eso como un batiburrillo infernal? Pues sí, y ahí estaba la gracia.

Realmente, por eso mismo, este estilo de música no llegó a invadir el mercado norteamericano, a excepción de Tangerine Dream. El género tal vez tuvo su parroquia más numerosa fuera de Alemania en Francia, pero ahora es habitual encontrarse afirmaciones como que hasta Radiohead son deudores de este sonido, que no hay grupete actual rompedor que no cite a Can como influencia. Pasa como con los coches alemanes de alta gama en el mercado internacional. Su escuela marcó la pauta.

De hecho, Julian Cope le comentaba a Rafa Cervera en un Ruta 66 que en esta canción de Neu!, «Hero» —aquí en directo—, está la mayor influencia o explicación de por qué los Sex Pistols hicieron lo que hicieron un año después. Está hasta la forma de cantar de Johnny Rotten, decía el galés. Y por si no fuera poco haber plantado esta semilla del punk británico, de estar presentes también en el sonido del postpunk con Joy Division a la cabeza, después han admitido su influencia combos tan importantes como Sonic Youth, Jesus & Mary Chain, Talking Heads, The Fall, Spacemen 3 o Stereolab, etcétera, etcétera… Por no mencionar la etapa alemana de Bowie con Eno, con esa conjunción sublime cuando «Heroes» se convierte en BSO de Christiane F, y a los que yo añado, obligado por mi pasión por todo lo tocado por Nikki Sudden, Epic Soundtracks y los Jacobites, al primer grupo de estos hermanos, los Swell Maps:

Pero en los inicios de prestigio nada. La primera vez que apareció la definición krautrock fue en Inglaterra en un artículo de Ian McDonald titulado «German calling» en el New Musical Express de 1972. No podía ser más despectivo. Kraut significa «col». Así se referían los soldados aliados a sus enemigos alemanes. Y veinticinco años después, con ese término había que definir a la cristalización artística del clima social de la Alemania de los setenta, de la conmoción de mayo del 68 al surgimiento de la Baader-Meinhof, de la influencia creciente de la filosofía oriental a la fascinación por la tecnología en plena carrera espacial. Todo bajo las leyes de la Velvet Underground y los Mothers of Invention de Frank Zappa. En lo referente a Can, los anunció el periodista Richard Williams en un NME de 1970: «En Colonia hay un grupo brillante, hijo de la Velvet».

Cuentan las crónicas que todo había comenzado gracias a la voluntad de un solo hombre, el periodista Rolf-Ulrich Kaiser. Creó el sello discográfico Ohr Musik y su filial Pilz (donde salió una obra de arte como el segundo disco de Rufus Zuphall. Ay amigos, en este mundo, la soledad es no tener a nadie con quien poder hablar de Rufus Zuphall), dedicados exclusivamente a los nuevos grupos alemanes. Y además, este señor, en palabras de Jaime Gonzalo, crítico musical especialmente amante de esta música sin haberle importado nunca el qué dirán, «convirtió la promoción de sus discos como una cruzada personal contra el imperialismo anglosajón en el rock». Buscaban su propia vía. Me gusta cómo lo expresa este artículo de la revista Spazz:

… posiblemente por el trauma de una sociedad erosionada hasta los cimientos de sus convicciones por la derrota en la II Guerra Mundial, había mucha más brecha para los desvíos y, sobre todo, los extremos. El entretenimiento o el arte tenían la autorización, y hasta la obligación, de irse al extremo, y no había que preocuparse por restricciones de ninguna moral, industria o costumbre arraigada. Todo era nuevo, todo era salvaje, todo estaba in y todo tenía una oportunidad de establecerse como aquello que podía ser el futuro.

En 1972 Irmin Schmidt explicó el fenómeno de la nueva música alemana a su manera, con sus originales ideas.

La gente del continente ya no piensa que hacer música signifique imitar a los grupos británicos o americanos (…) Los alemanes nos hemos educado en un ambiente completamente diferente, de modo que si nos expresamos de forma sincera, es inevitable que tengamos un feeling diferente, pero sin tener ningún tipo de sentimiento nacionalista, que es algo que odio (…) La música americana y británica está más relacionada con las melodías. Si estudias la música de todo el mundo, ves que en las tierras rodeadas de agua la música está influenciada más por el agua y el aire mientras que si te metes en el continente, la melodía empieza a ser menos importante en comparación con los ritmos. Parece que el agua tiene más que ver con la melodía, mientras que países como Alemania producen música más de tierra y fuego.

Y en 1975, en la revista Sounds, fue bastante más claro:

Durante veinte años en Alemania hemos obviado la cultura. No es solo que las ciudades fueran bombardeadas, la cultura también fue bombardeada, y tú no puedes reconstruir la cultura.
De Can, concretamente, hay que señalar que se conocieron en Colonia, capital de la música clásica contemporánea. Y que Irmin Schmidt, que antes había sido pianista y director de orquesta, llegó a conocer a John Cage y formar parte de Fluxus —aquí hablamos de sus discípulos españoles—, una influencia demoledora.

También es reseñable que los miembros iniciales del grupo fuesen ya treintañeros y que tenían el culo pelado. Holger Czukay también tenía estudios clásicos y era profesor. Jaki Liebezeit era batería de jazz, había tocado con Chet Baker y, graciosamente, vivió en España entre 1961 y 1962, actuando con Tete Montoliu en el club Jamboree de Barcelona. O, David Johnson, por citar otro ejemplo, era un experto en música electrónica. Aunque, muy simpáticos, en Can le dieron a tocar la flauta. Pero es lo de menos, sigamos. El objetivo del grupo no podía ser más revolucionario. Dijo Schmidt:

Can comenzó en 1968 sin ningún concepto de por medio. Nuestro único propósito era hacer música juntos, espontáneamente, de forma colectiva y sin ningún líder.

Así fue su concierto de debut en el castillo de Novernich. Todos a la vez improvisando y de fondo cintas grabadas con los disturbios callejeros del mayo francés. No tenían ningún plan preconcebido, pero como el dueño del castillo les dejó una habitación para que la emplearan como local de ensayo, el proyecto tomó forma. Inicialmente se llamaría Inner Space.

Por medio de la mujer de Irmin, Hildegart Schmidt, encontraron cantante. Tampoco siguiendo un plan maestro. Había conocido en Francia a un escultor negro que había huido de Estados Unidos para no participar en el genocidio de Vietnam y le buscó sitio. Su nombre, Malcolm Mooney. No tenía un pasado musical destacable, pero había recorrido los países orientales, venía de la India, de modo que lo pusieron de cantante sin darle muchas vueltas.

El grupo resultante era, en palabras de Ignacio Juliá «Como si la Velvet hubiera sustituido a Reed por otro Cale (…) en Can se atiende a los cuatro o a ninguno». Una propuesta que, otra cosa no, pero ensanchaba los horizontes del rock como hasta ahora nadie se había atrevido. Que lo explique el propio Irmin:

… al haber sido educado como compositor, director y pianista de música clásica del siglo XX, no era nueva solo la música que surgía de la tradición clásica europea, pues el jazz y el rock eran fenómenos completamente nuevos también. El rock era algo tan novedoso como Stockhausen, Miles Davis o Charlie Parker en nuestra cultura, totalmente nuevo. También era nueva la apertura a músicas que no eran de la tradición europea, la música asiática o africana eran fenómenos nuevos. Un ejemplo era Picasso, muy influenciado en su creación por el arte africano, como muchos otros artistas contemporáneos a principio del siglo XX. En la música esto no sucedió, no hay influencia alguna de música no europea en compositores como Stockhausen, Boulez, Schoenberg y otros. Un poco en Debussy o Puccini, por ejemplo, pero esa es otra historia. Solo pasó en el arte y yo quería que también pasara en la música, por eso estudié música japonesa y étnica en general. (Ruta 66).
Claro que al principio no lograron más que hacer música para bandas sonoras de películas. El single de un film llamado Kama Sutra es uno de los ejemplos de lo que se traían entre manos entonces.

Siguieron en el castillo perfeccionando su forma de improvisar en directo, dando conciertos para amigos, pero David Johnson, al que le habían dado la flauta, se piró y en ese momento se cambiaron el nombre a Can, el artefacto, no el verbo. ¿Y qué significa aparte de «lata»? En turco, «vida». En japonés, «emoción». Pero Schmidt le dijo a los periodistas tras el lanzamiento del primer disco que significaba «Comunismo Anarquismo y Nihilismo». Y a finales de los noventa Czukay decía que era «Creativos Anárquicos y Nonsense». Significara lo que significase, su primer disco fue Monster movie. Apareció en un sello muniqués y todas las copias se agotaron en un par de semanas. Miren cómo firmaban en los créditos:

Irmin Schmidt: Órgano láser
Jackie Liebezeit: Ingeniero de propulsión
Holger Czukay: Jefe de laboratorio técnico y bajo armado
Michael Karoli: Sonar y piloto guitarra radar
Malcolm Mooney: Comunicador lingüístico espacial

United Artist compró los derechos de esta locura y lo lanzó a lo grande. Aunque ahí tuvieron ciertos problemas legales. Un cantante israelí, Abi Ofarim, que había sido número en Inglaterra junto a su señora con «Cinderella Rockefella», quiso invertir el dinero ganado en un catálogo de representación de grupos, Prom Music. Su estrategia de marketing era introducir cantantes israelíes en el mercado alemán apelando en plan visionario a que los alemanes tendrían sentimiento de culpa por el Holocausto y comprarían, pero no se comió un colín. Y en la iniciativa se hizo de paso con Can, los únicos alemanes del catálogo.

Con ese bagaje, Can acudieron a Zurich a poner banda sonora a la obra de teatro Prometheus. Tuvieron, como era menester, problemas y desavenencias con el director de la obra y el día del estreno se pusieron a tocar de la forma más agresiva e indómita posible. ¿Consecuencias? El teatro les contrató para que tocasen cada noche después de cada función. En pocos días, congregaron más público que la obra.

En las mejores actuaciones de Can terminabas pensando «¡Cáspita! ¿Quién ha tocado eso? ¿Hemos sido nosotros o hemos contactado con alguien, acaso Dios? No sé, quizá nos ha dictado la música una entidad cósmica» (Czukay en Ruta 66 en 1997).



En los conciertos que dieron con Mooney se sucedían los momentos más surrealistas de su historia. En un show que dieron en un local de dos plantas, separadas por una escalera, el cantante llegó tarde. Pero cuando agarró el micro, empezó a gritar a pleno pulmón «Upstairs, downstairs». Lo hizo durante toda la actuación. Cuando el grupo paró, él siguió dos horas más, él solo en el escenario, a grito pelado «Upstairs, downstairs» hasta que acabó completamente exhausto, casi sin poderse mover. En otras actuaciones, por ejemplo, leía, mientras el grupo iba descargando sus canciones, la última carta que le había enviado su novia.

Un día Schmidt recibió una llamada inesperada pero no por ello sorprendente a su casa de Colonia; era un guarda de la frontera suizo-alemana, en Basel. «Tenemos a un negro loco en nuestra celda», le dijeron. «Resulta que ha intentado atravesar el checkpoint con la furgoneta chocando contra la barrera, y al bajarse empezó una pelea a puñetazos. Lleva cuatro horas sin hablar. Solo está sentado llorando. Tenía un trozo de papel con su número de teléfono y por eso le llamamos con la esperanza de que venga a por él».

Schmidt se vistió y condujo pacientemente trescientos kilómetros hasta la frontera para traérselo. Lo que había ocurrido es que Mooney se había despedido de su novia, que iba a Zurich a ver a unos amigos. Un par de horas después de decirle adiós, tuvo la necesidad de darle un beso más a la chavala. Cogió la furgoneta, sin matrícula ni ITV pasada, y condujo, sin carné de conducir, por donde se había ido hasta estamparse en el puesto fronterizo. Irmin le entendía, porque, digamos, le quería como era. En un NME del 74 explicó «Era como un niño, si no podía conseguir algo, se ponía violento, y si seguía sin poder, luego, a llorar».

Una vez en el Kunsthalle de Düsseldorf, durante una exposición del escultor francés Armand, Mooney se puso a subastar sus obras a los asistentes. Podían costar del orden del seis mil marcos cada una, pero él inició la puja por treinta. Vendió varias. De hecho, sacó tres mil quinientos marcos antes de marcharse de ahí. Al escultor, allí presente, casi le da un síncope, no paraba de gritar desesperado. Mooney huyó antes de que llegara la policía. Nadie pudo pararlo. Der Spiegel dio la noticia poco después refiriéndose, milagrosamente, a «un negro sin identificar». Eso sí, al día siguiente devolvió el dinero que sacó.

Pero este tipo de vida empezó a hacer mella en su salud mental, ya de por sí bastante delicadita. Por un lado, sufría de paranoia por el pánico a que le cazaran las autoridades americanas por insumiso. Por otra, los intelectuales de izquierda que abundaban en el entorno de Can le reprochaban que no volviese a Estados Unidos a luchar por los derechos de los negros. Eso le hacía sentir culpable. Cuando apareció en la prensa por el incidente de la subasta improvisada, ya fue demasiado. Se encerró en un armario cuatro días. Para sacarlo, el psiquiatra recomendó que volviera a Nueva York, si es que esa obsesión le estaba destruyendo. Así lo hizo y, durante cinco años, fue profesor de arte en Harlem.

Pese a estas personalidades tan fuertes, en Can siempre rechazaron las individualidades, sobre todo los excesos derivados de la técnica musical, el culto a la destreza con el instrumento. Es una lección no siempre aprendida en la música pop, el músico se las tiene que arreglar para tocar el alma del oyente, más que tocar el propio instrumento en sí. En un New Musical Express de febrero del 72 lo explicó Irmin.

Si alguien quiere expresarse no necesita estudiar ocho años para aprender cómo tocar rápido. Para mí, alguien que es el más rápido en la guitarra, demuestra que es el más alienado a la guitarra. Su guitarra no tiene nada que ver con su vida. Su objetivo solo es ser un guitarrista rápido.

O Czukay en una entrevista en Eurock en 2002:

La técnica es importante en tanto en cuanto te puedes olvidar de ella, si lo que quieres es que esto se convierta en unos Juegos Olímpicos…



Si se quiere entender de otro modo, para ellos la técnica estaba al servicio de otros fines. Palabras de Michael Karoli:

Jaki, el batería, estaba orgulloso de ser capaz de hacer que ciertas personas del público vomitasen. Podía concentrarse en una sola persona del público mientras tocaba, y esa persona empezaría a vomitar.


Y el caballero que entró para sustituir a Mooney tampoco es que fuese un amante de los gorgoritos y las armonías vocales: Damo Suzuki.


En mayo del 70 son contratados para cuatro actuaciones consecutivas en una discoteca de Munich. Uno de esos días, Jaki y Holger, sentados en un café, ven pasar a un extraño japonés, chillando una especie de adoración al sol. Esa misma noche, Kenji «Damo» Suzuki, pues de él se trataba, sin ningún ensayo previo sube al escenario como cantante de Can. Al principio todo va bien, pero cuando cambia sus peculiares vocalizaciones por irritantes chillidos, una pelea estalla entre los espectadores. (Ruta 66).

Montó tal espectáculo Damo en ese concierto que se marcharon mil quinientas personas del local al poco rato de que abriera la boca. Para Schmidt fue un show legendario:

Dimos un concierto bastante extraño. Holger estaba tumbado de espaldas con el bajo encima de él, yo había situado dos ladrillos encima de las teclas del órgano y puse el volumen al máximo, Michael había puesto la guitarra contra el ampli y estaba de pie mirando como se acoplaba el sonido, Jaki estaba tocando la batería como un loco y Damo daba la performance más violenta que he visto en toda mi vida. El órgano y la guitarra estaban haciendo un estruendo terrorífico mientras nosotros mirábamos de pie tranquilamente y discutíamos en qué posición deberíamos mover los ladrillos. Entonces Holger trajo un gran pastel y Damo se lo estampó en su propia cara. La gente empezó a marcharse verdaderamente aterrorizada. Los pocos que se quedaron fueron testigos del show más increíble al que habían asistido en toda su vida. David Niven dijo que no podría decir si había llegado a escuchar música, pero que ciertamente había escuchado la cosa más extraña que había oído en toda su vida. ¡Nuestro manager estaba tan avergonzado! Pero vimos que Damo era definitivamente el hombre que buscábamos («Can: Art Terrorism! Sensory Derangement! Holistic Vomiting! Available Weekends…», MOJO, abril 1997).



Una recopilación de sus bandas sonoras fue el segundo disco. Algo apañado corriendo y deprisa por exigencias de la discográfica, porque lo que se estaba gestando era una obra capital, el LP Tago Mago, así titulado tras el paso de los miembros del grupo por Ibiza. Se encerraron cuatro meses para prepararlo y el resultado fue un disco que suscitó opiniones para todos los gustos. Por supuesto, mucha gente lo tiraría por la ventana. Otros, se quedarán con su «Paperhouse», una de sus canciones más recordadas, a través de su interpretación mítica en el Beat Club que supera con mucho la del plástico.

Como hemos dicho al principio, a menudo se describe esta música con el adjetivo «hipnótico». No me gustaría caer en el tópico, pero yo desde que vi esta actuación por primera vez en el DVD que recopilaba los mejores conciertos de ese programa de televisión, mis globos oculares se quedaron pegados a la pantalla. Eso que decía Juliá del grupo, eso de o todos o ninguno, lo sientes. Parece caótico, pero funciona como una cadena de montaje. Y luego Damo, el señor Suzuki, que sin necesidad de forzar la excentricidad consigue que su compatriota Yoko Ono parezca tan informal como Carlos Arias Navarro tomando un café con leche a las once de la mañana ojeando el ABC.

Damo Suzuki era de Oiso, un pueblo de cincuenta mil habitantes de los que, tras la II Guerra Mundial, treinta mil eran soldados americanos. Creció escuchando Tamla, Motown y Stax, sus grupos favoritos eran los Temptations y los Four Tops, pero nunca se expresó en los almibarados términos de los estadounidenses. Lo indica su propio mote, Damo, derivado de un dibujo animado japonés tipo Charlie Brown, que venía del verbo japonés dame: «errar».

Pero hay otros oyentes para los que el interés de este LP legendario reside en toda la parte experimental del disco —sí, «Paperhouse» es la comercial, qué le parece—. La cara B, de una sola canción, «Halleluhwah», de diecisiete minutos. O la C, con la escalofriante «Aumgn», de otros diecisiete, inaccesibles para el oyente no iniciado —entre los que yo me incluyo hasta que mi psiquiatra diga lo contrario—. Se trata de dos pistas combinadas con el grupo tocando y Schmidt, ciego de tripi, dándole frenéticamente con las manos a una silla de madera a modo de tambor. Suzuki está en otra pista y en la cuarta otra vez Schmidt canta el título de la canción y se van bajando las revoluciones hasta que «Aumgn» se convierte en un rugido escalofriante. También se cuelan por ahí un perro y un chico que entra en el estudio, piensa que eso es una fiesta, y pide permiso para unirse.
En la cara D tenemos una «Peaking O» que invita a mofa, y un final del disco con «Bring me coffe or tea» —¡gran título!— que vuelve por los agradables derroteros iniciales. Pero oiga, de «Halleluhwah» se ha dicho que anticipó los ritmos que se escuchan hoy en día en esas narcosalas llamadas jocosamente afters. Dejemos que lo explique Irmin:

Teníamos ideas claras sobre ese especial y fuerte sonido de bajo y batería, que es lo que se escucha veinte años después. Especialmente en el hip hop y también el drum’n’bass. En la época, para algunos era incluso inquietante. Recuerdo una vez en Munich en una discoteca que pincharon «Hallelluhwah», la pusieron más floja que el resto de canciones, me fui al DJ y le pregunté por qué. Su respuesta fue que intimidaba ponerla al mismo volumen, ¡que si lo hacía el bajo y la batería matarían al público! (Ruta 66).

Con esta genialidad en la calle, abandonaron el castillo para irse a vivir a un cine, dejando atrás grandes anécdotas vividas en el campo gracias al contacto con la naturaleza o, si se quiere, con la generosa dieta de LSD que llevaban en aquel momento:

Recuerdo una vez que estábamos todos en el campo y fuera de la casa había muchas vacas mugiendo que no nos dejaban trabajar. Cuando Irmin Schmidt se cansó de oírlas, salió afuera y empezó a responderles con sus mismos mugidos, en aquel momento todas se le acercaron, hicieron un círculo a su alrededor y empezaron a cantar. (Michael Karoli entrevistado por la revista Vibraciones en diciembre de 1976).


En el cine clavaron en la pared mil quinientos colchones que habían pertenecido al ejército para insonorizarlo. Dijo Karoli: «Eran muy inspiradores, estábamos rodeados de millones de sueños eróticos, ¡y probablemente corridas!».

El caso es que es ahí, en ese momento en la vida del grupo, a donde queríamos llegar en esta entrada de «Busco en la basura algo mejor». Al concierto completo que les grabó en esa época Peter Przygodda en el Sporthalle de Colonia en 1972. El disco pirata del show se llamó Horrortrip in the paperhouse. 

Aprovechen para ponérselo en una sobremesa de esas de café, copa y puro, porque merece verdaderamente la pena. Además, para más retro-relevancia, ojo al logotipo de Can en el minuto 2:40, que trae los colores de esta primavera, de arriba abajo: fresa, coral y mandarina. No digan luego que no están avisados.

Estos cincuenta minutos de grabación, llamados de forma redundante Free concert, no tienen desperdicio. Damo con un mono carmín y fucsia, con las melenas tapándole la cara, gritando como un poseso sobre esa impasible matraca con metrónomo que es el resto del grupo y que no transmite más que una sensación: ganas de bailar; pero más que de bailar, de ejecutar lo que sería un break dance improvisado sobre la marcha por un tornero fresador; ganas de sumarse a esa locura colectiva, en resumen.

Y para cuando uno entra en materia, aparece el calvo de los malabares. Un caballero que irrumpe en el escenario para ofrecer diferentes números circenses y, hay que admitirlo, con envidiable destreza.
Luego el ritmo sigue machacón e inmisericorde, pero extrañamente seductor, y pasada la media hora, cuando usted en casa ya se ha bajado tres cuartas partes de la botella de Magno, salen unos castellers a la teutona que la lían parda en escena. Así el escenario se llena de niños, el grupo ya pasa a una fase musical que Cervantes llamaría «estridencia» y vuelve a aparecer el calvo de los malabares a montar la de dios con tres paraguas.

En conclusión: una puta maravilla. Un grupo absolutamente genial tocando el cielo. No es habitual encontrar tanta seriedad y saber estar para ejecutar lo que es un genuino desparrame. No sé si fue Nietzsche el que dijo que el hombre era adulto cuando recuperaba la seriedad con la que jugaba cuando era niño.

Poco después de este show, la actividad del grupo se vio reducida porque a Karoli le dio una úlcera con perforación de estómago, pero los LP Ege Bambasi y Future Days todavía se encuentran entre lo más selecto de su discografía, que a partir de ese momento fue perdiendo chispa. «Vitamin C», el corte elegido en Inherent Vice, es la canción más celebrada de esta etapa.

Poco después se marcharía Damo Suzuki, que se había casado con una testigo de Jehová y se convirtió a su credo. Primero estuvo encerrado en un apartamento leyendo la Biblia alucinado mientras ella trabajaba y luego consiguió un puesto de recepcionista de un modesto hotel. Tardaría años en abandonar a los testigos de Jehová y volver a los escenarios. Deléitense escuchándole cantar como si le fuera la vida en ello eso tan bello y evocador de «Estás perdiendo, estás perdiendo tu vitamina c».

Tras la irreparable marcha de Damo, Irmin recibió una carta desde Estados Unidos —que también explica, dice, por la telepatía de los miembros de Can— de Mooney, que quería volver al grupo. Le contestó hasta tres veces diciéndole que por favor, que sí, pero no volvió a tener noticias de él hasta bien entrados los ochenta.

Los nuevos músicos que llegaron al grupo desnaturalizaron la propuesta y toda esta energía se diluyó. Pero antes, en 1976, en Bruselas, conocieron a un indonesio por la mañana dando un paseo por la calle y por la tarde lo presentaron como nuevo cantante en un concierto. Se llamaba Thaiaga Raj Raja Ratnam. No se quedó en Can, pero yo prefiero dejar la historia aquí e imaginar que sí. Volviendo al filósofo, prefiero dejarles en un eterno retorno nietzscheano, que es de lo que va todo este ruido maravilloso.






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