Llega un día en la vida de muchas personas en el que se ven obligadas a hablar en público por primera vez. Lo normal entonces es que les tiemblen las piernas y les invada un sudor frío y sean víctimas del pánico escénico. Yo recuerdo haber debutado en lo de hablar en público en uno de aquellos bobos y entrañables cine-foros de los años sesenta. Recuerdo haber levantado la mano en un coloquio sobre El proceso de Orson Welles y haberlo hecho prácticamente obligado por la cantidad de estupideces que estaba oyendo.
En cuanto se me concedió la palabra, ocurrió algo terrible: todas las miradas de la sala confluyeron en mí. En el fondo, casi todos tenemos fobia a llamar la atención. "Yo pienso que...", dije, y no supe cómo continuar, me sentí al borde del desmayo, estaba rojo de vergüenza. Pero como generalmente los tímidos se crecen en el escenario, completé la frase de una forma que no tenía nada prevista pero que me permitiría salir rápidamente de aquel mal trance. Y dije: "Yo pienso que ya es hora de que termine este coloquio".Cuando comencé a escribir y publicar libros no se me ocurrió en ningún momento pensar que acabaría siendo invitado a participar en mesas redondas e incluso a dar conferencias.
No veo por qué escribir tiene que traer aparejado el hablar en público. Más bien son actividades contrarias, se escribe en soledad y en muchos casos incluso para huir del mundo. Yo di mi primera conferencia en Castelldefels, a las cinco de la tarde de un día de invierno ante un público de señoras que se reunían para tomar el té. Decidí centrar mi charla en el tema del suicidio y les pedí que, cuando llegara la hora del coloquio, no me preguntaran si pensaba suicidarme porque ya les advertía de antemano que la muerte por mano propia no entraba en mis planes. Llegué al coloquio con la misma taquicardia que me había acompañado a lo largo de toda la charla. La primera pregunta -o más bien observación- me la hizo una anciana de la última fila: "Usted ha dicho que no pensaba suicidarse, pero francamente, le veo fumar mucho".
Para futuras charlas me compré Aprender a hablar en público, un manual del doctor Vallejo-Nágera que no sólo no me ayudó en nada sino que, para colmo, potenció mi angustia y pánico escénico. En Milán, una famosa escritora española me sugirió que tomara con ella un ansiolítico muy estimado por los conferenciantes de todo el mundo. A la hora del coloquio, ella y yo estábamos totalmente bajo los efectos del calmante, y algo se debía notar porque un señor del público nos dijo: "A ustedes, escritores españoles, se les nota mucho más tranquilos desde la muerte de Franco".
Fui adquiriendo experiencia de hablar en público gracias a la ayuda inestimable del calmante que, charla tras charla, fue dándome una gran seguridad en mí mismo hasta el punto de que en Múnich, ante un público que normalmente me habría tumbado de miedo, me atreví a empezar mi conferencia con una nota de humo latino; la empecé tal como años atrás había comenzado Miguel Mihura una charla en el Colegio Mayor Cisneros de Madrid: "Señoras y señores, y para terminar diré... Es que pienso hablar veinte minutos, y he notado que ése es el tiempo que todavía tardan los oradores cuando dicen que van a terminar".
Ese día en Múnich descubrí que el humor podía ser una ayuda aún más valiosa que el ansiolítico, y desde entonces, siempre que voy a hablar en público, como un torero que reza antes de salir a la plaza, repaso, momentos antes de enfrentarme a la temida audiencia, anécdotas humorísticas, situaciones que han hecho reír de pura angustia a otros colegas. El caso de Ignacio Martínez de Pisón, por ejemplo, que en Campo de Criptana observó con estupor que sólo tenía dos personas de público: dos gemelas. O el caso que me contó mi profesor de literatura en el colegio. Este buen hombre dio una conferencia en Granollers a la que asistieron sólo tres personas: el organizador (que se fue a los cinco minutos), un señor (que se durmió en cuanto él empezó a hablar) y una señora que, al concluir la charla, se le acercó para pedirle que le resumiera al oído la conferencia, ya que no se había enterado de nada pues estaba completamente sorda.
Junto al calmante y el humor, pensar que no hay público es la tercera solución para evitar, a trancas y barrancas, el pánico escénico. Pero en el fondo esta tercera solución es un arma de doble filo que esconde una terrorífica y muy posible verdad: la de que en realidad nadie está para escucharnos.
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