Muy probablemente la cúspide de la ciencia ficción cinematográfica, un momento de gloria que difícilmente será replicado en el futuro. Recordemos que a mediados de los años sesenta, cuando fue estrenada, el género era apenas respetado como expresión artística genuinamente adulta. Al contrario de lo que había empezado a suceder con su vertiente literaria, incluso las películas de ciencia ficción con una aproximación más seria eran consideradas productos ligeros para el consumo infantil y juvenil.
Era costumbre que los ejecutivos de los estudios obligasen a los guionistas y directores a efectuar concesiones al público de menor edad, ya fuese simplificando los argumentos u ofreciendo dosis de acción incluso cuando resultaban innecesarias. Así estaban las cosas... hasta que Stanley Kubrick decidió dar un golpe en la mesa. Por entonces, el director estadounidense estaba ya pugnando para ejercer el máximo control artístico sobre su obra.
Con 2001 decidió romper los convencionalismos y demostrar al mundo no solamente que la ciencia ficción cinematográfica era verdaderamente digna del público adulto, sino incluso que podía ser el vehículo mediante el que revolucionar los parámetros del séptimo arte. Buscó la colaboración de uno de los más reputados escritores del género, Ar-thur C. Clarke, y entre ambos escribieron un guion que combinaba la característica épica filosófico in-terestelar de Clarke con la visión revolucionaria que Kubrick concibió para trascender el lenguaje cinema-tográfico convencional.
Quería que el argumento y el mensaje de la película apenas fuesen explicados con palabras, pero tampoco con los resortes habituales del cine mudo. La forma y el fondo debían confundirse en un experimento donde el continente formaría parte del contenido: la música, la longitud o brevedad de las secuencias, el manejo de los tiempos... casi todos los aspectos puramente formales iban a servir como transmisores, y no solamente moduladores, del mensaje principal. Dicho y hecho: trabajando con su obsesivo perfeccionismo —casi no hubo un aspecto de la producción del que no se ocupara personalmente— y valiéndose de aquella aproximación cinematográfica inédita, Stanley Kubrick realizó la película que para muchos es su obra maestra y que en todo caso suele ocupar la cabecera en las listas de mejores largometra-jes de ciencia ficción de todos los tiempos.
Nadie niega que 2001 es una película difícil. Su argumento —una intervención alienígena sobre la evolución pasada y futura de la raza humana, ejecuta-da mediante unos misteriosos monolitos negros está bien estructurado y prácticamente todos sus conceptos tienen explicación, pero el inusual modo de contárselo al espectador deja invariablemente perplejos a quienes la ven por primera vez y de hecho resulta harto difícil entenderla en su totalidad hasta poder verla más veces .
Cuando se estrenó, de hecho, estuvo a punto de ser un fracaso en taquilla. Casi nadie entendía nada. Se suele atribuir su tardía remontada comercial a un boca a boca inicia-do por los consumidores de drogas psicodélicas, que encontraban en esta película un marco absorbente e intenso para sus «viajes»: no resulta extraño, por ejemplo, que el metraje sobrante de una de sus secuencias, un viaje cósmico a través de una «puerta espacial», fuese usado por los Beatles en su película Magical Mys-tery Tour. De todos modos, quien haya visto 2001 en pantalla grande ya sabe que, pese a que resulta difícil entenderla, es estéticamente abrumadora. Rompió muchísimos moldes técnicos y estéticos, revolucionando el mundo de los efectos especiales: prácticamente no ha habido una película espacial posterior que no beba directamente de ella (aunque en este aspecto Kubrick también había recibido influencias externas, como Camino a las estrellas del ruso Pavel Klushantsev).
Pero como decíamos, su principal aportación al cine fue la de quebrantar las leyes de la narrativa tradicional, por ejemplo dilatando y contrayendo el ritmo temporal para expresar con-ceptos como las grandes distancias del sistema solar y el cosmos. Un recurso que no era originalmente suyo y que, como algunas otras cosas —el montaje, la manera de enfocar los paisajes, el uso de los silencios— Kubrick había podido aprender en películas como Lawrence de Arabia de David Lean.
Kubrick, sin embargo, lo llevó todo al extremo, renunciando voluntariamente a una regla supuestamente sagrada en el cine: conseguir que la historia sea inmediatamente comprensible para el espectador. Él mismo decía que no quería que el público de las salas entendiese la película, sino que la asimilara y disfrutara como una experiencia puramente audiovisual.
El uso de metáforas, de hecho, iba más allá incluso de lo meramente visual y hasta el uso de la música y del sonido estaba concebido para encerrar algún tipo de información argumental, pero siempre sin descuidar el que la experiencia estética pudiese disfrutarse como un todo. En ese sentido, 2001: Una odisea del espacio es lo más parecido al «arte total» que preconizaba Richard Wagner (uno de cuyos discípulos, por cierto, es el autor de la famosa música del «Amanecer» que tan magistralmente usó Kubrick en esta película). En todo caso, una obra repleta de atractivos estéticos y abstractos que fascinan a algunos y mortifican a otros, pero a la que siempre merece la pena darle una oportunidad más, porque se convierte en imprescindible para quien consigue finalmente penetrar en su fascinante mundo.
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