Crece vertiginosamente la leyenda de Chet Baker. Yo, que llevaba años haciéndome con todo lo que encontraba de Chet, veo que ahora aparecen multitud de cosas sobre él, se ha convertido de repente en un mito. Y es asombroso, pero hasta los que fueron sus más enconados enemigos, hasta los que le mataron, hablan bien ahora de Chet. A su reputación le está sucediendo exactamente lo mismo que le pasara a la de Rimbaud y Verlaine, que Cernuda comentó en su poema Birds in the night: "Entonces hasta la negra prostituta tenía derecho de insultarles; / Hoy, como el tiempo ha pasado (...)
Francia usa de ambos nombres y ambas obras / Para mayor gloria de Francia y de su arte lógico". A Chet le gustaban con delirio las mujeres, el jazz y el chute. Como a aquel pobre Pacífico Ricaport de un poema de Gil de Biedma, le habían echado a patadas de todos los cuartos de hotel. Pero hoy Chet es un mito, una leyenda, todos coinciden en que la esencia de su vida era un caos incesante atravesado por el genio en estado puro. Se habla de la esencia de su vida, pero se olvida que le hicieron la vida imposible en las salas de jazz cool de la Costa Oeste, y también en Nueva York, y ya no se recuerda que el genio de la trompeta tuvo que ir a tocar a tugurios de Europa donde, convertido en una arruga andante, seguía manejando la trompeta con un virtuosismo y originalidad insuperables. Se le recuerda, sí, pero con la visión deformada de Hollywood, que prepara una gran superproducción sobre su vida y ha pensado -¡Dios nos ampare!- en Leo DiCaprio para que interprete a Chet.
Ayer decidí dedicarle un modesto acto de desagravio. Me compré un panamá -hacía años que quería y no me atrevía a comprarme ese sombrero- y bajé a La Rambla. Al pasar por Canaletas pensé que, digan lo que digan, hay belleza en el paisaje urbano. Luego se lo dije en silencio a Chet, que fue un gran héroe urbano, uno de esos raros seres admirables que saben que hay que jugarse la vida a cada momento porque sino ésta carece de sentido. La vida es como un buen poema: corre siempre el riesgo de carecer de sentido, pero nada sería sin ese riesgo. Pensé en esto y seguí bajando por La Rambla, admirando la belleza urbana. Me dije que también la vida en el campo es estupenda, hay animales que no se ven en las ciudades, se hace fuego en las chimeneas, pero el campo tiene una belleza soporífera. La ciudad, en cambio, es la poesía misma. Un poeta de Nueva York, un amigo de Paul Auster, escribió estos versos sobre la belleza urbana: "Esta brumosa mañana de invierno/ no desprecies la joya verde entre las ramas/ sólo porque es la luz del semáforo".
Cerca de la plaza Real, quedé de pronto extasiado ante la luz esmeralda de un semáforo y evoqué las memorias de Chet (Como si tuviera alas, Mondadori 1999), ese libro irregular, pero escrito con la sangre del jazz y que tiene un epílogo barcelonés: "Después de París, Barcelona casi parecía una ciudad tropical, estaba espléndida en diciembre del 63. Cerré un trato para trabajar en un club que estaba en un sótano, y que llevaba sólo un año ofreciendo música de jazz. En la planta baja bailaba Antonio Gades con acompañamiento de guitarra, castañuelas y palmas...".
Naturalmente, el club que estaba en un sótano era el Jamboree. Mis amigos saben la envidia que me dan los amigos que dicen haber visto actuar a Chet en mi ciudad. Tengo a Chet tan mitificado que veo como sueños sus recuerdos. Naturalmente, fui ayer hasta el Jamboree y ante ese local me saqué el sombrero, mi modesto homenaje al gran Chet. Después, evoqué su extraña muerte: cayó al vacío en un hotel de Ámsterdam, cuya fachada estaba escalando en el momento de perder pie, la estaba escalando porque había olvidado su trompeta en la tercera planta y quería recuperarla, pero sin pasar por recepción porque acababan de expulsarle del hotel.
Me saqué el sombrero en riguroso silencio recordando lo que Michel Graillier, el pianista que le acompañó en sus últimos días, decía de la música de Chet y que a mí me recuerda a La música callada del toreo, el libro de Pepe Bergamín sobre Rafael de Paula: "Chet tenía el sentido del silencio, que es la materia prima del músico. Se acercaba al micrófono, dejaba pasar cuatro, ocho compases, y desde el mismo momento en que atacaba la nota, ésta alcanzaba toda su plenitud (...). Conseguía una escucha profunda del público porque daba toda la significación musical al silencio antes de empezar su solo".
Después, me fui con la música callada de mi homenaje a otra parte, me fui alegre recordando un recuerdo feliz de Chet, el del día en que conoció a una rubia guapísima que estaba sentada a la barra de un bar y que se convertiría en su mujer: "Se llamaba Charlaine y era la bomba".
ENRIQUE VILA-MATAS
19/01/2000
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