30.4.20

EnriqueVila-Matas "Tantas íntimas catástrofes" 2013

21 de octubre de 1913. Ese día, Franz Kafka consideró que lo había desperdiciado. Llegó a su casa a las diez de la noche y anotó: “Día perdido. Visita a la fábrica de Ringhoffer, seminario de Ehrenfels, luego en casa de Weltsch, cena, paseo, y ahora, a las diez aquí. Pienso continuamente en el escarabajo negro, pero no escribiré”.
Le perseguía ese oscuro —oscurísimo— insecto desde que un año antes escribiera La transformación (más conocida por La metamorfosis), relato que aquel 21 de octubre de 1913 llevaba ya inédito casi un año, guardado en un no menos oscuro cajón de su escritorio.

Si nos acercamos con mirada dictada por la alegría a esa escena nocturna en la que Kafka escribe que ha desperdiciado el día y evoca el escarabajo, puede que pensemos que nada va mal en ella, pues a fin de cuentas tenemos ahí a un joven que guarda un gran inédito en su escritorio y está sentado en el centro de una estancia que ofrece la imagen misma del bienestar y también de la gracia, pues está tocada por el espíritu del genio que la habita.

Pero si a la misma escena nos acercamos con mirada dictada por la tristeza, puede que veamos que todo ahí va pésimo, pues ese 21 de octubre el joven Kafka se halla hundido en graves titubeos. De hecho, le invaden toda clase de dudas sobre su escritura: “En el fondo soy un hombre incapaz, ignorante, que si no hubiera ido obligado a la escuela, solo valdría para estar acurrucado en una caseta de perro…”.

¿Quién crea las dudas en los jóvenes genios? ¿Cómo es posible que alguien que ha escrito ya La transformación —relato que se convertirá en un clásico de la literatura de todos los tiempos— se vea a sí mismo como un perro y se dedique principalmente a ejercicios de desesperación?

He hablado de alegría y de tristeza, y eso me ha recordado que en los relatos de Kafka las cosas llevan a la risa o al llanto, van bien o van mal, no hay muchos más matices. Ya Jordi Llovet, en su prólogo a la traducción al catalán de La transformación, señaló que en las historias de Kafka, tal como pasaba con las máscaras de los frontispicios griegos, solo aparecían los que reían y los que lloraban; en esto se asemejaba a los clásicos, especialmente a Esquilo o Sófocles, los clásicos antiguos por excelencia: coincidía con ellos en la forma de explicar las cosas tal como son, sin detenerse en la descripción de pasiones subterráneas.

¿Y acaso esa oposición entre lo que va bien y lo que va mal no surge cuando nos adentramos en lo que llamamos los momentos de la verdad? En ellos no estamos para muchos rodeos y matices porque de inmediato oscuras fuerzas nos aclaran, de modo contundente, si las cosas van bien o mal.

Me acuerdo de que el propio Kafka decía que deseaba “paso lento o carrera, pero no bien calculados brincos de saltamontes”. Y así vemos cómo el 20 de noviembre de 1913 anotó en su diario: “He ido al cine. He llorado. Una película triste. Después, una alegre. Estoy completamente vacío y falto de sentido, el tranvía eléctrico que pasa tiene más sentido vivo que yo”.

Esta ausencia de sentido no es muy distinta de la que percibimos hoy cuando observamos que sería urgente que nuestras organizaciones políticas fueran totalmente cambiadas, puesto que es evidente que solo defienden intereses particulares. Encima, no hay una sola mañana en la que no leamos abochornados (o conteniendo la risa) cualquier sórdida nueva noticia que nos aumenta la sensación de que todo va aún más rematadamente mal que el día anterior. Nuestros deportes, nuestros crímenes, nuestras corrupciones, nuestros imbéciles. Gran calamidad general sin matices. Tantas íntimas catástrofes nos recuerdan a aquel 21 de octubre de hace un siglo, aquel día en la vida de Kafka. Exacto. Nuestro mundo cada vez se parece más a un día perdido. Y pensar que quizás podríamos salvarnos ahora mismo si nos partiéramos de la risa.

ENRIQUE VILA-MATAS
22 OCT 2013

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