Hallándose Zadie Smith dando unas clases de literatura en la India, en la ciudad de Madrás, un alumno le preguntó por qué tenía tantas ganas de agradar. Creo que éste es el tipo de pregunta que puede obligar a casi todo el mundo a pensar, quizás porque antes de responder conviene revisar el estado de nuestras relaciones con el fracaso, al que tanto tememos.
De hecho, queremos agradar porque no nos gusta fracasar y que el destino nos de la espalda. Hay dos formas distintas de derrota: ante los demás, ante nosotros mismos. Fracasar ante los demás, si uno tiene humor y ganas de vivir, carece de importancia porque depende exclusivamente del estúpido o desinformado juicio de los otros. Pero el otro tipo de fracaso es mucho más duro, sobre todo si incluye la traición a nuestra propia moral, a nosotros mismos.
Al comentar la pregunta de Madrás y reflexionar sobre el fracaso, escribe Zadie Smith: “Quienes como yo han crecido bajo el signo de la posmodernidad observamos con escepticismo el concepto de autenticidad. Se nos enseñó que ésta no tenía sentido. Ante esto, ¿cómo asumir el hecho de que para un escritor el fracaso más profundo, el más auténtico, es el de la traición a uno mismo?”
Esto sitúa al concepto de autenticidad en estado de relectura. ¿Pasó a ser lo autentico un concepto trasnochado y rústico cuando se impuso la tendencia moderna a tener muchas personalidades en una sola alma? Está claro que si uno, por ejemplo, es muchos poetas al mismo tiempo, difícilmente va a preocuparse de haber traicionado flagrantemente a una de sus personalidades. Quizás esto explique que hoy en día, cuando los escritores admiten fracasos, generalmente les guste reconocer sólo los pequeños. Es muy fácil aceptar que hay frases que chirrían, que dan pura vergüenza, pero más complicado resulta enfrentarse al hecho (escribe Smith) “de que hay libros completos que escribimos sonámbulos y para los que ‘inauténtico’ sería el calificativo más apropiado”.
La palabra ‘inauténtico’ nos trae a la memoria la hoy en día tan apagada y supongo que pasada de moda “filosofía del arte”, una manera de ver las cosas que percibe al acto creativo como una manifestación implícita de fidelidad del autor a su mundo propio y no a valores externos a ese mundo como podrían ser la tradición histórica o el valor comercial. De lo autentico y del gran fracaso que conlleva la traición a uno mismo que provoca la implacable venganza del destino habla El Leviatán, imprescindible libro de Joseph Roth que cuenta la historia de Piczenik, un comerciante de corales de la ciudad de Progrody que ama los corales auténticos, criaturas del pez original Leviatán, y sin embargo no sabe resistir el falso engaño de los falsos corales de celuloide. Sólo una nostalgia ocupa su corazón: nostalgia de la patria de los corales, del mar. Cuando aparece el diabólico Lakatos, un vendedor de corales falsos, Piczenik se aviene a comprar algunos, mezclándolos con los suyos; entonces el destino le vuelve la espalda. Todo el relato tiene la ejemplaridad de la parábola. Quien traiciona lo más auténtico de él mismo, está perdido.
La relectura de El Leviatán me confirma que es una obra maestra que cada día nos recuerda más a la situación actual de lo literario en un mundo en el que hasta la prensa cultural, de forma más que alarmante, está arrinconando las noticias sobre libros. Se dedican grandes reportajes a los avances digitales, al inquietante futuro de internet, al peligro de que se extingan los textos impresos, pero nadie parece hacer mucho para seguir hablando de libros con la normalidad de antes: o se habla de que éstos van a desaparecer, o ya directamente no se habla y se prefiere llenar páginas con un modisto nazi, por ejemplo.
Creo que, de vez en cuando, convendría que alguien comentara con mayor amplitud lo que se edita entre nosotros, incluso que explicara algo que es completamente autentico, una noticia bomba que diría una gran verdad: jamás se ha editado como ahora, con tanta pasión y con un nivel –si nos acordamos de las editoriales independientes- altísimo, un verdadero punto elevado en la historia del libro en nuestro país. Y eso a pesar de que esa industria tiene que convivir con los advenedizos que, alejándola de la autenticidad, es decir traicionando a los corales verdaderos, la llevan hacia un clima de fin de trayecto. Ese clima conecta con la traición a sí mismo del comerciante Piczenik y desde hace tiempo va llevando a la vieja Poética hacia un paisaje de desastre que hace temer que al final, por la vía directa de tanta ruina moral, el destino acabe dándonos la espalda.
Creo que, de vez en cuando, convendría que alguien comentara con mayor amplitud lo que se edita entre nosotros, incluso que explicara algo que es completamente autentico, una noticia bomba que diría una gran verdad: jamás se ha editado como ahora, con tanta pasión y con un nivel –si nos acordamos de las editoriales independientes- altísimo, un verdadero punto elevado en la historia del libro en nuestro país. Y eso a pesar de que esa industria tiene que convivir con los advenedizos que, alejándola de la autenticidad, es decir traicionando a los corales verdaderos, la llevan hacia un clima de fin de trayecto. Ese clima conecta con la traición a sí mismo del comerciante Piczenik y desde hace tiempo va llevando a la vieja Poética hacia un paisaje de desastre que hace temer que al final, por la vía directa de tanta ruina moral, el destino acabe dándonos la espalda.
Todo esto me lleva a recordar cuando Leonardo Valencia apadrinó la palabra “prístino” a la hora de seleccionar una del idioma castellano que precisara ser rescatada del olvido. Sus razones fueron: Se refiere a lo que perdura en el tiempo con vigor y tiene el brillo de lo auténtico. Atribuye un resplandor especial. En estos tiempos de simulacros y falsificaciones, es una palabra que no encuentra fácilmente dónde posarse. De manera que lo prístino se oculta detrás de sinónimos difusos: primitivo, antiguo, original. Más que un arcaísmo es una palabra que debe esperar para ser usada. Esperemos”
Viendo que entre nosotros se va poniendo de moda el engaño, el fraude artístico –el homenaje hispano tardío a Fake de Orson Welles, por ejemplo-, la poética ya trillada de lo heterónimo, el remake que traiciona el espíritu de lo imitado, lo cibernético como ilusoria acreditación de modernidad, todos los tópicos de una posmodernidad que llega a nosotros tan tarde (castizos comentaristas vernáculos registrando ahora la existencia de la ‘autoficción’ cuando ésta pasó a mejor vida hace más de dos décadas), uno termina por decidir que lo mejor será permanecer en lo auténtico que tiene todo camino propio. A fin de cuentas, seguir esa vieja senda permite alejarse de estilo ramplón, trillado, inane, de tantos escritores americanos que surgen de los departamentos de literatura creativa, llena de fórmulas y carente de una sola voz auténtica. Y, además, permite no tener que pensar más en recurrir a aquello de lo que hablaba Auden cuando decía que los artistas cambian de visión del mundo para renovar su poética. ¿Para qué renovarla si eso no garantiza ser moderno y si, además, ser moderno es una cuestión sólo de clasificación, enteramente ajeno a toda valoración artística?
En todos los tiempos históricos ha habido una modernidad, pero ésta, como tan razonablemente explica Félix de Azúa en su Diccionario de las Artes, no puede conocerse hasta el siguiente momento de la modernidad: “En el siglo XII, por ejemplo, la modernidad de la construcción gótica cortaba con la construcción románica, la cual se veía, de ese modo, lanzada al pasado. Pero que el gótico iba a ser la modernidad del siglo XII es algo que sólo se supo después” A fin de cuentas, nadie puede saber en qué consiste la modernidad del momento presente y de nada sirve que algunos se presenten con esa etiqueta. Es más, cuando haya desaparecido el momento presente, se habrá presentado una nueva modernidad. En medio de ese panorama, la autenticidad parece una carta menos necia si se quiere innovar en medio de la monotonía de lo falso y asegura, de paso, la no traición a nuestro camino de siempre y a nuestra poética inamovible y hasta nos aleja del fracaso más temido, el fracaso más autentico, aquel que amenazaría con destruir lo que debería ser indestructible: nuestro “prestigio propio”.
ENRIQUE VILA-MATAS
* El País, Babelia, 26 de marzo de 2011
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