Hace tiempo que lo excéntrico, lo raro o lo marginal son considerados –como la novedad– valores en sí mismos. Hace tiempo, por tanto, que estas características conviven con su propia parodia, al haber llegado de alguna forma al límite de sus posibilidades o al no haber comprendido a tiempo que lo excéntrico está condicionado por el centro, y que este se mueve, fluctúa, se transforma.
Es conocida la paradoja de las vanguardias que invadieron los museos, o la de casi cualquier manifestación contracultural en el seno de un sistema capitalista insaciable. Como queda constancia en Vulgar lengua, Pier Paolo Pasolini supo entender este fenómeno que transforma el blanco en negro como al recuperar el negativo de una imagen. Cuando se empezaron a comercializar vaqueros desgastados, algo que ya estaba allí se hizo evidente. En los años sesenta la libertad sexual se convertiría en un nuevo compromiso, falsificada por el capitalismo como las melenas de los hippies. Esto no significa que lo marginal no sea valioso, sino que su valor, o, mejor dicho, su condición de marginal –por infrecuente, por peculiar, por ignorado, por despreciado, por novedoso–, debe ser revisada cada cierto tiempo y en cada nuevo contexto.
Lo que está en el centro y lo que se encuentra en el punto más alejado respecto a este se intercambian hasta confundirse porque la referencia no es tal. Como diría el poeta ciego, siendo inmortal lo difícil sería no ocupar en algún momento el centro. Se trata, por tanto, de una cuestión de tiempo. Es el tiempo lo que hará del Quijote de Menard un sofisticado experimento estético o una vil copia sin justificación alguna. Pero entre ambos extremos hay una masa informe que no es blanca ni negra, que orbita alrededor del centro –de un centro– pero sin tocar los márgenes, sin pisar la frontera. En literatura podríamos hablar de autores satelitales.
El lector atento e inconformista colecciona con suspicacia y cierta reverencia nombres como los de Julio Torri, Osvaldo Lamborghini, María Virginia Estenssoro, Julián Ríos, Hebe Uhart, Giorgio Manganelli o David Markson, por pintar un fresco heterogéneo en el que Los raros rubendarianos podrían también figurar.
Pero estos nombres, en algún momento y en algún lugar, pueden convertirse en rostros estampados en camisetas o en frases grabadas sobre una taza de desayuno. Su excentricidad es importante y bien puede situarlos –siendo inmortales, contando con todo el tiempo del mundo– en el centro, pues la excentricidad, casi siempre a pesar del propio autor, suele vestirse de puertas para fuera con una estridencia que debe mucho al dandismo decimonónico.
El privilegio del extremo –el blanco, el negro– está en que un golpe de viento puede hacer girar la veleta hasta cambiar su dirección. Devolviendo este asunto al mundanal ruido, la barba puede ser signo de distinción y sabiduría o de dejadez y decadencia. Lo que está claro es que de esta importancia no gozan, en cambio, esos grises a los que llamamos autores satelitales.
Pero estos nombres, en algún momento y en algún lugar, pueden convertirse en rostros estampados en camisetas o en frases grabadas sobre una taza de desayuno. Su excentricidad es importante y bien puede situarlos –siendo inmortales, contando con todo el tiempo del mundo– en el centro, pues la excentricidad, casi siempre a pesar del propio autor, suele vestirse de puertas para fuera con una estridencia que debe mucho al dandismo decimonónico.
El privilegio del extremo –el blanco, el negro– está en que un golpe de viento puede hacer girar la veleta hasta cambiar su dirección. Devolviendo este asunto al mundanal ruido, la barba puede ser signo de distinción y sabiduría o de dejadez y decadencia. Lo que está claro es que de esta importancia no gozan, en cambio, esos grises a los que llamamos autores satelitales.
El caso latinoamericano nos permite iluminar esta intuición, siendo el fenómeno literario y editorial que conocemos como Boom el centro por excelencia de las letras hispanoamericanas desde mediados del siglo pasado. Si aceptamos esa convención que pone el disparo en el cielo en 1962, año en que ve la luz La ciudad y los perros, primer premio Biblioteca Breve, debemos asumir que desde entonces hay un grupo de autores –más o menos contingente, más o menos necesario– que ocupa el foco de atención del público lector transatlántico: Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes, Julio Cortázar y dos o tres sillas móviles, como las consideraba el crítico Ángel Rama, ocupadas alternativamente por José Donoso, Alejo Carpentier o incluso Ernesto Sábato. Nunca por una mujer, aunque autoras como Nélida Piñón, Luisa Valenzuela, Elena Garro, Clarice Lispector o Cristina Peri Rossi orbitaran en los mismos años y con la misma fuerza –pero esa historia necesita otro espacio.
Es indudable que cualquier grupo, antología o selección conlleva exclusiones. Registrarlas puede ser desde un divertimento hasta un acto de justicia, pero no es eso lo que interesa a estas páginas, sino más bien poner de relieve una situación que por discreta suele pasar desapercibida. El fenómeno arrollador del Boom, cuya onda expansiva aún se siente, es solo un ejemplo, aunque tal vez el ejemplo perfecto.
Entre otros muchos factores que no cabe destacar aquí, hay una serie de rasgos que sirvieron para aglutinar a un conjunto de genialidades dispares: el cultivo de la novela, el afán de totalidad, la esperanza utopista, el carácter prolífico y la personalidad carismática. En este sentido quizá es Fuentes el modelo, al que sin dificultad podríamos oponer las gafas oscuras de Juan Rulfo o el aislamiento alcoholizado de Juan Carlos Onetti.
Entre otros muchos factores que no cabe destacar aquí, hay una serie de rasgos que sirvieron para aglutinar a un conjunto de genialidades dispares: el cultivo de la novela, el afán de totalidad, la esperanza utopista, el carácter prolífico y la personalidad carismática. En este sentido quizá es Fuentes el modelo, al que sin dificultad podríamos oponer las gafas oscuras de Juan Rulfo o el aislamiento alcoholizado de Juan Carlos Onetti.
Pero, ¿qué sucede si no se es una figura comunicativa y de firmes convicciones políticas, ni tampoco una personalidad introvertida y hasta huraña? Entonces aparecen autores como el peruano Julio Ramón Ribeyro o el argentino Antonio di Benedetto (recientemente reeditados por Seix Barral y Adriana Hidalgo, respectivamente).
Ribeyro, más cuentista que novelista, expresa en su diario La tentación del fracaso –prologado en su edición conmemorativa por el escritor Enrique Vila-Matas– el malestar y la frustración que siente al compararse con sus compañeros de generación, autores de novelas totales, mientras él se considera a sí mismo incapaz de abordar esos “grandes proyectos”. Dice Ribeyro que esa incapacidad deriva de su propia estructura mental, de su manera de pensar y de ver el mundo, que lo condenan a una parcialidad que con dificultad moldea en cuentos, fragmentos, entradas de diario y Prosas apátridas
Ribeyro, más cuentista que novelista, expresa en su diario La tentación del fracaso –prologado en su edición conmemorativa por el escritor Enrique Vila-Matas– el malestar y la frustración que siente al compararse con sus compañeros de generación, autores de novelas totales, mientras él se considera a sí mismo incapaz de abordar esos “grandes proyectos”. Dice Ribeyro que esa incapacidad deriva de su propia estructura mental, de su manera de pensar y de ver el mundo, que lo condenan a una parcialidad que con dificultad moldea en cuentos, fragmentos, entradas de diario y Prosas apátridas
Por su parte, Di Benedetto, también autor de cuentos y de una extraordinaria Trilogía de la espera compuesta por las novelas Zama, El silenciero y Los suicidas, trabajó una prosa atemporal, desgajada por tanto de cualquier sentimiento de grupo, y fue admirado por Cortázar y posteriormente por Bolaño, quien lo hizo figurar en el cuento “Sensini” del libro Llamadas telefónicas. Cuando el realismo mágico se santiguaba antes de salir al campo de juego y recibir la ovación general, o la experimentación con las estructuras y los tiempos narrativos era prácticamente un requisito, Di Benedetto escribió la historia de un oficial español del siglo XVII que, asentado en Asunción, espera su transferencia a Buenos Aires.
La historia de una espera en las colonias españolas de Argentina o un conjunto de textos desclasados sobre los más variados asuntos de la realidad limeña son satélites callados y equidistantes que orbitaron alrededor de un fenómeno cegador como el del Boom de los años sesenta y setenta del siglo XX. Como esos satélites que cruzan el firmamento cada mucho tiempo, de vez en cuando surge con inesperado brillo la estela un descubrimiento que permanecía soterrado.
Esa felicidad la encuentra el lector que abre Stoner, de John Willians, sin haber escuchado nunca hablar de él, o quien se acerca por primera vez a la prosa de Julio Ramón Ribeyro y de Antonio di Benedetto. Lo raro, lo excéntrico, lo marginal, no implica en estos casos la excitación de un animal exótico encadenado, sino una labor discreta, un saber estar a un lado, un movimiento continuo, como el de ese cuerpo celeste que sigue su curso sin que nadie lo mire.
Esa felicidad la encuentra el lector que abre Stoner, de John Willians, sin haber escuchado nunca hablar de él, o quien se acerca por primera vez a la prosa de Julio Ramón Ribeyro y de Antonio di Benedetto. Lo raro, lo excéntrico, lo marginal, no implica en estos casos la excitación de un animal exótico encadenado, sino una labor discreta, un saber estar a un lado, un movimiento continuo, como el de ese cuerpo celeste que sigue su curso sin que nadie lo mire.
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