Al final de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, el infame general que protagoniza la novela está solo en su palacio enfrentándose a la muerte, como Donald Trump hoy en la Casa Blanca enfrentándose al ocaso de su presidencia.
“…había sido cuando menos lo quiso… se había cebado en la falacia y el crimen, había medrado en la impiedad y el oprobio y se había sobrepuesto a su avaricia febril y al miedo congénito… había sabido desde sus orígenes que lo engañaban para complacerlo… pero aprendió a vivir con esas y con todas las miserias de la gloria a medida que descubría en el transcurso de sus años incontables que la mentira es más cómoda que la duda, más útil que el amor, más perdurable que la verdad…”.
Estar contra Trump no significa defender una ideología o identificarse vagamente con la izquierda, como algunos trasnochados insisten en creer; ni siquiera requiere ser simpatizante del Partido Demócrata de su sucesor electo, Joseph Biden. Estar contra Trump significa tener un mínimo de humanidad y buen gusto, nada más.
Los senadores republicanos más influyentes de Washington saben perfectamente bien quién es Trump. Lindsey Graham, el presidente de la Comisión de Justicia del Senado, lo definió a principios del 2016 como “un bobo” y “un loco” que no era “digno de ser presidente”. Cuando Trump llegó a la presidencia en enero del 2017, los mismos senadores se tragaron el desdén que les provocaba y lo apoyaron, calculando que así consolidaban sus futuros electorales. Acertaron. Hoy los republicanos siguen dominando el Senado. Y ahora que el monstruo herido no les sirve para nada, dejan que chille solo contra la injusticia de su destino.
El presidente saliente nos ha ofrecido un vodevil de payasadas estéticas, morales e intelectuales. Pero más allá de su infantilismo, sus mentiras y su crónica tuitorrea o, más recientemente, de sus histéricas ruedas de prensa de medianoche, aullando a la luna, hay un episodio que retrata con especial nitidez la diferencia cualitativa entre su forma de ser y la de cualquier otro presidente estadounidense del último siglo, quizá de toda la historia.
En agosto del 2018 murió el senador republicano y excandidato a la presidencia John McCain. Trump se había burlado de McCain por haber sido capturado, y luego torturado en la cárcel, durante la guerra de Vietnam. Hablamos del mismo Trump, recordemos, que en los años sesenta se inventó un problema médico en los huesitos de los talones de los pies para evitar el servicio militar.
McCain fue un tipo genial (lo conocí en los años noventa) que sabía reírse de la vida y de sí mismo, firme en sus principios hasta el punto de votar a veces en el Senado contra su propio partido. Acudieron a su funeral los expresidentes demócratas Bill Clinton y Barack Obama, el expresidente republicano George W. Bush y el célebre halcón republicano Henry Kissinger. Todos hablaron maravillas de McCain. Hubo un notable ausente: Donald Trump. No lo habían invitado, cosa que él seguramente agradeció porque, primero, no hubiera soportado tener que ceder el centro de atención al difunto; segundo, porque si se hubiera atrevido a aparecer la familia de McCain y el resto de la congregación, la flor y nata del establishment estadounidense, lo hubieran expulsado del recinto a gritos.
Trump no es un leal republicano, no es realmente ni de izquierdas ni de derechas. Es trumpiano. Es verdad que la única propuesta significativa que convirtió en ley en los últimos cuatro años fue un recorte de los impuestos de los más ricos, pero eso fue un regalo para sí mismo. Dicen que es un racista. Quizá. Más acertado sería decir que es un misántropo. Bueno, tampoco. Decir que odia a la humanidad significaría sugerir que es capaz de sentir emoción alguna por alguien que no sea él. Más bien no toma al resto de la humanidad en cuenta, independientemente del color de su piel.
Eso sí, conectó con su famosa “base”. No voy a caer en la estupidez, habitual en la izquierda más frívola, de llamarle un “nazi”. Entre otras cosas significaría una lamentable falta de respeto hacia las víctimas de los campos de concentración. Pero algo sí tiene en común con Hitler. Resentidos ambos contra el mundo, Trump canalizó y personalizó el resentimiento de sus seguidores como el Führer con los suyos. Como instrumento para conquistar mentes y corazones, el resentimiento es un arma eficaz. El amigo de Kim Jong Un y de Vladímir Putin supo también recurrir a la emoción más potente de todas para sembrar fieles: el miedo.
El miedo inventado al “socialismo”, principalmente. No me acuerdo de cuántas veces vi pancartas anunciando que Trump era la única defensa contra el socialismo durante un viaje la semana pasada a territorio trumpero en Pensilvania. La realidad es que el infierno se congelará antes de que Estados Unidos, el país más conservador de Occidente, sucumba a la dictadura del proletariado –el mismo proletariado, por cierto, al que engañó y obcecó para que votase por él–.
Como demagogo, Trump ha sido un crack. Como persona, repelente. Como presidente, una aberración. La historia verá estos últimos cuatro años como un episodio surreal en la política de Estados Unidos, medio pesadilla, medio comedia. Como un delirio interminable, una vergüenza para su país y para la humanidad. Ni García Márquez se podría haber inventado semejante personaje en semejante posición de poder.
Es un alivio y una alegría para la mitad de Estados Unidos y para la totalidad del mundo pensante que se vaya. Celebrémoslo evocando el sinfónico final de El otoño del patriarca, cuando por fin se va el “tirano de burlas que nunca supo dónde estaba el revés y dónde estaba el derecho de esta vida… porque nosotros sabíamos quiénes éramos mientras él se quedó sin saberlo para siempre… ajeno a los clamores de las muchedumbres frenéticas que se echaban a las calles cantando los himnos de júbilo de la noticia jubilosa de su muerte y ajeno para siempre jamás a las músicas de liberación y los cohetes de gozo y las campanas de gloria que anunciaron al mundo la buena nueva de que el tiempo incontable de la eternidad había por fin terminado”.
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