Está claro que si para Shakespeare el resto era silencio, para Burton el resto era Liz. Publicó sus diarios en el 68, pero no he podido asomarme a ellos hasta estos días navideños en que Séguier, la editorial parisina, ha publicado una edición parcial (Journal intime) con los fragmentos más intensos, aquellos en los que Burton se adentra muy a fondo en su “vida excesiva” y nos confirma que fue un tipo infinitamente más complejo que la mayoría de los actores de Hollywood.
Ese odio de Burton a su principal actividad me ha transportado al odio feroz del gran Agassi a su principal actividad, el tenis. En Open, sus memorias, lo expuso con toda claridad: “Odio el tenis, lo detesto con una oscura y secreta pasión, y sin embargo sigo jugando porque no tengo alternativa”.
Recuerdo la crudeza con la que exponía su drama de tenista fabricado por un padre autoritario y obsesionado en convertir a su hijo en el número uno de un deporte que para Agassi era glacial y le obligaba robóticamente a devolver “un millón de pelotitas al año”. De haber podido elegir, decía Agassi, habría preferido el boxeo, por ejemplo, donde era factible oler de cerca el sudor de tu adversario.
Richard Burton se movió siempre en esa misma contradicción entre lo que le habría gustado ser y lo que de hecho era. Extraña forma de vida. Amaba con locura a Liz, pero también la odiaba sin freno. El diario revela que de todos modos, básicamente, vivir con ella significó para él educarse en la felicidad.
Única lectora de su diario, Liz le pidió que registrara allí un día espléndido que pasaron juntos. Pero si lo escribo, le dijo Burton, me enfurezco porque tuve que esperar hasta los 39 años para experimentar un día tan implacablemente maravilloso.
ENRIQUE VILA-MATAS
22 DIC 2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario