23.8.12

Don DeLillo" Punto Omega" 2010

Roma 1959, Isla Tiberina. La escena inicial de L’avventura de Michelangelo Antonioni nos sitúa en la encrucijada del observador que pese a tener una idea prístina del espacio no ve todo lo que acaece.



Nueva York 2006, MOMA. Un hombre acude hechizado al museo para contemplar la instalación 24 Hour Psycho que ralentiza el mítico largometraje de Hitchcock para que dure una entera jornada. Presencia la escena del baño. Norman Bates sabe quien está detrás de la cortina, no así Janet Leigh, inocente mientras se limpia. Por no tener siquiera tiene nombre. En la misma sala hay un vigilante que gana su sueldo transcurriendo horas en el recinto, mirón de inercia hacia lo anónimo. El tiempo se congela, transcurre más lentamente y la realidad del exterior cobra otra dimensión, notaria del mal que nos acecha por tanta velocidad.

Punto omega, irrumpe con lo conceptual de un templo del arte moderno, introducción filosófica de lo que se avecina. Jim Finley es un director de cine de poca monta que cree haber dado con su particular piedra filosofal. Ha contactado con Richard Elster, profesor y asesor bélico del Pentágono, y lo filmará en un plano fijo de una pared en un loft de Brooklyn que para sus intenciones condensa parte de la cruda belleza del mensaje que quiere transmitir con esa entrevista estática sobre los excesos norteamericanos en la guerra de Irak. 

Para realizar su trabajo viaja hasta el desierto californiano de Anza-Borrego, donde el viejo sabio tiene una guarida en la que reposa dos meses al año. La relación entre ambos es de tanteo a la espera de un clic que detone una verborrea necesaria para los intereses del cineasta. De repente otro personaje irrumpe en la trama, Jessie, la hija, una joven de veinticinco años de la que sabemos más bien poco si excluimos su tiempo gastado en el voluntariado para con la tercera edad. 

Es difícil decir que nace una atracción entre Jim y Jessie, pero se palpa la espera de algo que debe suceder en un momento indeterminado en ese lugar donde el reloj retumba cada noche en las habitaciones construidas en esa nada inmensa que ralentiza los segundos y genera irrealidad, un desajuste en comparación el acuciante trajín urbano.


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