14.3.20

Enrique Vila-Matas "Julien Gracq y la percepción de futuro" (El mar de las Sirtes) 2008

Pienso en aquello que Tolstói dice de Napoleón y que Julien Gracq transcribe en A lo largo del camino: "Con un gran tacto y una gran experiencia, con calma y dignidad, cumplió su papel de jefe imaginario". Podríamos perfectamente aplicarlo al propio Gracq, último clásico de la literatura francesa. Que lo sea no equivale a que sea una estatua de mármol del panteón de los ilustres. Es más, si nos acercamos a su mejor novela, El mar de las Sirtes, nos llevaremos una sorpresa cuando, en lugar de resonancias decimonónicas, percibamos el vigor moderno de una fábula que no sólo se acopla perfectamente al aire de nuestro tiempo, sino que se alinea con las tendencias más exquisitas o renovadoras de la narrativa de estos comienzos de siglo. Porque El mar de las Sirtes no sólo contiene la belleza extrema de cierta modernidad, sino que, además -como el enigmático volcán Tängri, que una madrugada lunar despega del horizonte en el séptimo capítulo-, se proyecta con sombra inquietante en el panorama de las novelas futuras.
Le creíamos anticuado y es el más moderno de todos, es el porvenir. Julien Gracq, que murió el pasado 22 de diciembre a los 97 años, seguía viviendo en su casa natal de Saint-Florent-le-Vieil, a orillas del Loira, en austero retiro ya legendario. Cuanto más descubrimos lo muy contemporánea que es El mar de las Sirtes, más comenzamos a explicarnos las reacciones de estupor o de altivo menosprecio que pudieron provocar sus "bacterias literarias" entre los supuestos genios que triunfaban por aquellos días de 1951 -eran los tiempos modernos de Sartre y compañía- en que apareció el "anticuado" libro de Gracq y fue premiado con un Goncourt que el escritor rechazó.

En El mar de las Sirtes el procedimiento narrativo acoge tendencias y tradiciones literarias que el autor absorbe y transforma, lo que le relaciona, aunque sea sólo de manera oblicua, con ciertas técnicas modernas, borgianas, por llamarlas de alguna forma. El mar de las Sirtes no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros. Es una novela hecha con el estilo de un espíritu nuevo que absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, la enorme materia literaria que le precede.

Pero no sólo este aspecto intertextual sitúa El mar de las Sirtes en el aire del tiempo, sino también la victoria francesa del estilo sobre la trama, su sentido terrible de la percepción, la conexión con las ventanas altas de la poesía... Todo eso la sitúa en la pista de plata de la novela del futuro. La trama, por ejemplo, es tan lenta como el atardecer terrible de una civilización de antiguo esplendor, ya apagándose: poética de la inactividad y de la ensoñación solitaria y del contagio nebuloso entre la trama y un estilo que termina por avanzar a zancadas mientras la trama, tirada por el suelo, a duras penas le sigue, arrastrándose.

Por otra parte, para los registros dramáticos de fondo cuenta con lo mejor de cada casa: Nerval (locura y vagabundeo libre), Rimbaud (configuración psíquica tormentosa) y Breton (procesador de signos). Un fondo así le permite vertebrar con pasión poética su novela. ¿Y qué decir de la tenebrosa intuición de futuro, extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Sirtes? A Gracq siempre le fascinó una escena muy secundaria de Macbeth, cuando Duncan avista el castillo donde va a ser asesinado. ¿Por qué este pasaje? Dice Gracq: "Porque presiente".

¿Y qué decir de la morosa espera que cruza la trama de El mar de las Sirtes y nos acerca al presentimiento terrorífico del estéril porvenir que a Occidente le espera? La novela es, de hecho, una sorprendente aproximación a lo que nos está sucediendo ahora. Es la narración de una decadencia brutal y de una angustia. Es literatura de percepción, no profética. A lo largo de El mar de las Sirtes el lector se cruzará con una sucesión de iluminaciones de estirpe rimbaudiana. Gracq muestra una especial sabiduría de percepción del futuro, como si supiera que un aspecto muy seductor de la literatura estriba en ser como un espejo que se adelanta: un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de avanzarse. Kafka fue un buen ejemplo de esto porque presintió, percibió hacia dónde evolucionaría la distancia entre Estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. 

El libro de Gracq no sólo se sitúa en esta corriente de escritores con espejos que se adelantan, sino que parece conocer el centro de nuestro problema actual: la situación de absoluta imposibilidad, de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político. Ése precisamente es el paisaje moral y literario que hace más de medio siglo prefigurara El mar de las Sirtes, donde el género novelístico es abordado como género supremo de la utopía y como instrumento idóneo para enseñorearse nuevamente de la irrealidad en una época en la que la realidad debería perder sentido.

Toda esa atmósfera gracquiana alcanza su cumbre máxima cuando, en el famoso séptimo capítulo, vemos aparecer, fantasmagórico, al volcán Tängri, una montaña emergida del mar, un cono blanco y nevado flotando como una madrugada lunar sobre un tenue velo morado que parece despegarlo del horizonte. Ahí está plenamente el gran Gracq, ahí le tenemos señalando pautas y alineado con la mejor narrativa actual. A veces, sus palabras sobre el volcán, esa iluminación tan rimbaudiana, me evocan la calma y dignidad del propio Gracq y su papel de faro y de imaginario jefe de la renovación de las tendencias narrativas: "Ahí estaba, allí le teníamos. Su fría luz irradiaba como un manantial de silencio, maestro en la noche desierta". -

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 5 de enero de 2008

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