La publicación en castellano de Rumbo a peor viene a cerrar la trilogía de Beckett cuyos otros dos títulos son Compañía (Anagrama) y Mal visto mal dicho (Tusquets). Casi veinte años ha tardado la edición española en completar este trío de ases, y no es de extrañar, porque su naturaleza literaria asusta al más aguerrido traductor: Beckett, que escribió El innombrable, tal vez concibió Rumbo a peor como «el intraducible», y de hecho renunció –y es excepción en su obra– a hacer él mismo la versión francesa de este texto originalmente en inglés.
No parece, sin embargo, insensato el arriesgado empeño de nuestros traductores (que han hecho equipo para este cuerpo a cuerpo de lenguas), puesto que el propio Beckett terminó dando el visto bueno al proyecto de traducción al francés y a uno de los títulos que Edith Fournier le propuso: Cap au pire. A este beneplácito se encomienda también el título castellano, que no es otra cosa –y quizá tampoco podría serlo– que una traducción literal del francés. Pero también así, ya desde el comienzo, el texto anuncia que rondará el fracaso, porque poco queda en «rumbo a peor» de la escansión rítmica presente en «cap au pire» o en «worstward ho!», y es esta una deficiencia inevitable que afectará también al resto de la traducción, pues el castellano es lengua larga y poco amante del monosílabo, una lengua a la que parece morder la puntuación inclemente (cada tres o cuatro palabras) del original inglés.
Pero rondar el fracaso no puede ser reproche tratándose de la escritura de Beckett, y hacen bien los traductores en acogerse a las palabras del texto de sus desvelos cuando dice: «Prueba otra vez. Fracasa otra vez. Fracasa mejor». La voz que habla se da a sí misma como objetivo la enunciación de un fracaso, el nombrar cada vez peor, el decir cada vez mejor el fracaso del nombrar; y, ciertamente, esta fórmula parece también la mejor para persistir en este trabajo de constante inevitable yerro que es toda traducción.
Le esperan al lector de este libro impresiones desconcertantes; la primera concierne a la sintaxis, y por eso me precipito ya a decir que el gran trabajo de los traductores es precisamente el de restituir el desbordamiento de la sintaxis, el de rozar con tino y tiento la borrosa frontera de lo ilegible. Beckett, cuya obra está marcada por el adelgazamiento progresivo de la noción de personaje y de sujeto, extrema en este texto su tentativa ciñéndola al lenguaje; a los seres descarnados de Molloy o Malone muere corresponde aquí una voz sin sustento psicológico, al circuito digestivo –tronco, boca, ano– que es Worm en El innombrable, corresponde este lenguaje que rehúye las más elementales reglas de combinación y de no contradicción: preposiciones que no conducen a ningún término, ausencia de verbos en frases que no cuajan como nominales, desaparición sistemática de sujetos, oxímoros léxicos y sintácticos, acumulación de adverbios hasta el borde de la agramaticalidad... Una muestra extrema: «Pero apenas una sombra como cuando tras en modo alguno aún de algún modo aún para atenuar todavía». Y, sin embargo, todo esto no convierte al libro en ilegible, porque la proliferación de significantes no ahuyenta definitivamente al significado y está encauzada por ese «rumbo» al que alude el título.
Ciertamente, hay una voz en el texto que continuamente ordena decir enunciados difícilmente aceptables para un hablante; como casi siempre en las obras de Beckett, el decir es más importante que lo dicho, y la fuerza de la enunciación produce un sentido que excede el de la lógica sumada de los enunciados. Este sentido no procede de la exuberancia léxica, y el propio texto lo dice en esta especie de poética: «Con palabras menguantes di lo menos lo mejor peor». Son las huellas escritas de la enunciación las que acarrean ese sentido que es a la vez significancia y rumbo: rumbo a peor. Y así, lo que el texto dice es un movimiento, un movimiento del lenguaje mismo, de sus actos de enunciación, no de sus contenidos.
Por eso impone férreamente una respiración, un ritmo de cuchillo que amaestra al lector en la creación de «huecos para cuando se vayan las palabras»; como si al final del libro –que las palabras «dicho en modo alguno aún» se niegan a cerrar– se confiara al lector la tarea de seguir cantando el esquema rítmico, pero ya vacío de palabras, y como si de esta manera culminara la enunciación de un indecible. A lo que apunta el texto beckettiano es a una fuerza de enunciación pura, a una agitación del lenguaje, a un movimiento que genere un sentido imposible de absorber por cada uno de los enunciados: una poética alquímica que ha alimentado, en la segunda parte del siglo XX a buena parte de la literatura francesa y de las reflexiones sobre el lenguaje (Blanchot, cierto nouveau roman, cierta crítica psicoanalítica que remite lo poético a lo presimbólico...).
Es la propia resistencia de la escritura de Beckett a la lectura comprensiva la que ha alentado los intentos de adscribirla a muy variadas corrientes literarias y de pensamiento (el absurdo, el existencialismo, la escritura del inconsciente), y es también esa resistencia la que incita a la teorización. Tirando un poco de la cuerda: entre las marcas escritas de la enunciación es notable la figura de la repetición (léxica y sintáctica), y esta repetición parece cumplir el axioma derridiano que dice que no hay repetición sin diferencia, ya que todo acto de repetición engendra un margen que hace imposible su exacta coincidencia con el original, un margen por el que la repetición difiere y es diferida. La repetición en Rumbo a peor es acto de enunciación mediante el cual los enunciados se mueven y difieren; y es precisamente en ese movimiento donde el texto pone «rumbo a peor». Claro que, este rumbo, por ser puro movimiento de repetición, viene a coincidir con la noción misma de lo errante. Y errantes son precisamente ––en el espacio o en la conciencia– todos los personajes beckettianos.
La complejidad de Rumbo a peor reposa sobre un contenido extraño pero aparentemente simple: la voz habla de la figura de un viejo y de la de un niño –aunque «cualquier otra serviría igual de mal»– que se mueven en sentido impreciso dentro del «vacío» o de «lo tenue»; parece luego que las figuras se reducen a una sola, y ésta a su simple espalda encorvada; después quizá se convierten en tres (una de ellas femenina), para terminar finalmente desdibujándose aunque sigan siendo «troncos sin arriba y sin abajo por detrás».
Tras la perplejidad, el lector logra hallar una articulación entre este contenido y el movimiento del lenguaje, articulación que la voz expresa como «probar a decir peor el par que lento avanza». El «rumbo a peor» del lenguaje ha escogido a esas figuras como objeto experimental, o lo que es lo mismo, ha elegido una percepción visible. Este libro –que a todas luces es una continuación del proyecto elaborado en Mal visto mal dicho– entra pues de lleno en el terreno donde se dirimen las relaciones entre la percepción, la realidad y el lenguaje.
De hecho, toda la trilogía expone la tensión del lenguaje hacia la captación de esa exterioridad irreductible que para él supone la imagen; y todas las estrategias de la voz y de la enunciación, todas las desarticulaciones del lenguaje, son un ejercicio de alteridad al que no cabe otra naturaleza que la de proceso, movimiento, rumbo, y, en su extremo, un destino de fracaso, pues la experiencia de lo visible no puede ser capturada por el lenguaje. Ni siquiera en el caso de esta imagen en vías de desaparición que componen las imprecisas figuras de Rumbo a peor. Lo que queda en este texto ––como en toda gran obra poética– es el gesto impotente de la escritura, un gesto que señala melancólica e incansablemente al vacío y al silencio, pues son éstos los únicos lugares capaces de conjurar su anunciado fracaso.
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