Seguí dando vueltas en la cama. Pensé que a centenares de metros, o yo qué sé, a miles de metros, esas nubes que yo veía tan plácidas y blancas y agradables desde mi ventana, eran en realidad parte de un espectáculo aterrador, miles y miles de agua vaporizada empujados a toda velocidad por helados vientos huracanados.
Luego imaginé que una de esas nubes blancas caía de repente sobre mi casa, y que ese gigantesca tormenta de agua y viento arrancaba la puerta y arrasaba en pocos segundos con todo lo que encontraba a su paso hasta salir a toda velocidad por donde había entrado, dejando tras de sí un rastro de desolación y destrucción. Cuidado con las nubes blancas, pensé. Nubes blancas, nube blanca, blanca. Blanca. Sí, claro, así entró Blanca en mi vida, entró como un huracán sin llamar a la puerta, dio unas vueltas a una velocidad pavorosa y se fue por donde llegó. Blanca: así ocurrió, sí, pensé. Intenté dormir.
Al cabo de unos minutos tomé el teléfono y decidí llamar a Mansilla. Quería pedirle que mirara al cielo y me dijera si sabría decirme a qué altura se hallaban esas nubes blancas que manchaban el cielo tan negro. Para eso están los amigos, ¿no?
No fue Mansilla quien respondió, sino su mujer, Blanca. Colgué el teléfono. Dije woops y me quedé dormido al fin.
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