El anhelo oculto de todo escritor es aparecer en las páginas de la icónica revista The Paris Review. Su relevancia es tal que muchos lo consideran un galardón aún mayor que el Premio Nobel de Literatura. Ser parte de la sección “The Art Of Fiction” es como el éxtasis, la firma de lo obvio, porque cualquiera no es convocado. No solo el autor debe tener una obra luminosa, sino también el reconocimiento unánime de lectores y críticos.
-¿Qué lugar ocupa en tu vida y obra esta entrevista en The Paris Review?
La revista viene publicando desde su fundación en 1953 una famosa serie, «Writers at Work», diálogos con escritores, conversaciones que muchas veces acaban convertidas en autorretratos y proporcionan, además, la clave de cómo trabajan los escritores, cómo se organizan, se desorganizan, plantean su entorno estimulante. Están todos los que han sido (en lengua inglesa principalmente) influyentes en los últimos 70 años. Y hay que decir que para un escritor español las posibilidades de aparecer ahí –es la entrevista canónica por excelencia y, además, suele canonizar al interrogado– son algo remotas; de hecho solo tres –incluyéndome yo mismo– han sido entrevistados; los otros dos son Camilo José Cela y Javier Marías.
También creo que hay que decir que mi entrevista ha sido ignorada en su totalidad por la prensa cultural española, quizás porque funcionan muy endogámicamente y como si no existiera el resto del mundo. Como dijo aquel periodista cultural en televisión: “¡Y a mí que me importa lo que diga de nosotros el New York Times!”
-En la introducción de la entrevista, Adam Thirlwell señala que fue con Historia abreviada de la literatura portátil que te mostraste como un autor tremendamente original. Si un detalle pauta tu obra es su recurrencia a no estar alineada a las tendencias imperantes.
He caminado siempre por la calle Rimbaud.
-¿Y dónde está esa calle?
Es un camino que se recorre a pie en cinco minutos y que me conozco de memoria, la calle que iba de mi casa al colegio y viceversa y que hice quince mil veces en mi época de colegial. Aunque ha cambiado mucho, conozco con detalle, como es lógico, todos sus rincones. La calle Rimbaud es el camino sagrado, inaugural. Es el primer y último camino. El camino de la vida. En él cabe todo mi mundo. Un camino sin afueras, delimitado.
Se puede encontrar en Barcelona donde lo conocen por Paseo de San Juan. Con el tiempo, ha pasado a convertirse en un territorio mítico en mi literatura. En Doctor Pasavento, por ejemplo, le inventé un mundo paralelo: una calle del barrio del Bronx de Nueva York. Y es que “mi” doctor Pasavento tenía dos infancias, una barcelonesa y otra neoyorquina. Como he dicho, en ese camino está o estaba todo.
De hecho, si uno se aventuraba más allá de sus límites y caminaba hacia el sur, aunque la ciudad continuaba más allá del “territorio de mi infancia”, yo tenía la impresión de estar dando ya pasos en una zona sin historia, desértica, porque lo significativo no podía estar más que dentro de las murallas invisibles de aquel camino de cinco minutos donde se concentraba mi universo: la tienda oscura del exilado judío, el cine Chile en la época del Cinemascope, el castillo encantado (en realidad una construcción “modernista” de un amigo de Gaudí), el colegio de los hermanos maristas (que antes había sido un convento de monjas), la barbería, la farmacia, la bolera, el bar Pabellón…
-También hay una constante en tu narrativa, la del protagonista/personaje que desaparece. ¿Crees que este sea uno de los factores que te llevan a ser un autor prolífico a cuenta de una libertad creativa que no obliga a repetirte?
Bueno, creo que Adam Thirlwell dice en su entrevista de The Paris Review que siempre ha admirado en mis novelas la capacidad de confundir la escala habitual de las cosas. Las cosas pequeñas se hacen grandes y otras desaparecen. Es como si la miniatura creciera. Como si un pequeño detalle o cita se hiciera cargo de un libro completo. Si esto es así, si esto es verdaderamente cierto, vendría una vez más a confirmar que menos es más y un botón es casi menos que otro botón.
Y bueno, ya se sabe que, históricamente, la tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas. No me gusta lo importante, lo solemne, lo grande. El cambio en la escala habitual de las cosas fue en su momento maravillosamente llevado a cabo por Kafka.
-¿Cómo son tus días en estos tiempos de aislamiento? De alguna manera, todos hemos sufrido alguna pérdida de algún ser querido durante esta pandemia. ¿Te encuentras escribiendo?
Aunque no ha sido a causa de la pandemia, yo he perdido al amigo Juan Marsé, contertulio durante años, a la hora del aperitivo, en la tertulia de los domingos. “Era un hombre entero”, como lo definió uno de los nuestros. Sobre mi vida en días de pandemia, debo decir que de pronto me vi muy agobiado al comprender que trataban de hacerme comprender que si era escritor tenía que comunicar, crear, producir, ser puro Zoom, puro streaming, ser locutor de mí mismo, permitir que mi casa se convirtiera en un plató de televisión y yo me pasara días sin poder escribir una línea. Hasta que reaccioné. Ahora por fin sólo me dedico a escribir.
No sé ni por dónde empezar. Hay tantos. El libro que estoy leyendo ahora es buenísimo, lo ha escrito Guadalupe Nettel, y se titula La hija única. Esta es una escritora que, sin abandonar nunca el nido de sus problemas, cada vez que publica un libro mejora al anterior. Creo mucho en su obra. He observado que es una escritora tan inteligentemente insegura que acaba sabiendo siempre adonde va; tal vez éste sea el secreto de sus formidables avances.
-Las entrevistas de The Paris Review son legendarias. Ahora que formas parte de esa galaxia, ¿sientes acaso que es un sueño juvenil cumplido al aparecer en esa lista que sin duda debe tener más de un autor que admiras?
Cuando me propusieron ser entrevistado en Paris Review, lo viví como un acontecimiento, quizás porque había leído unas cien entrevistas de Art of Fiction, la sección admirada. Más de una vez había especulado con lo que diría en el caso –algo bien improbable– de que un día me llamaran para ser ahí entrevistado
-He notado que siempre has tenido un perfil bajo, es tu obra escrita la que te expone con mucha frecuencia.
Sin riesgo no hay escritura. Como decía el torero Belmonte (citando a D´Annunzio): “El peligro es el eje de la vida sublime”.
Gabriel Ruiz Ortega
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