Los editores de John Irving aprovecharon la estancia del novelista en Barcelona para organizar una cena en un salón del restaurante La Balsa. La excusa era la publicación de su novela Hasta que te encuentre, que ha servido para olvidar el intento de presentación irvingniana suspendido hace unos años por culpa de una de las guerras más incruentas en la que ha participado España: la guerra del fletán. Entonces Irving se solidarizó con Canadá y renunció a visitar Barcelona en su gira promocional.
Para que una cena de este tipo no se convierta en un muermazo es conveniente situar al invitado junto a una persona curiosa, que domine su idioma y que sea capaz de sacarle toda clase de anécdotas, opiniones y comentarios. No es una tarea fácil, pero el encargado de hacerlo fue el escritor Rodrigo Fresán, que logró que Irving no se limitara al protocolo de novelista de gira más o menos de vuelta de todo. Incisivo, tenaz, conocedor de la obra de Irving,
Fresán debería ser contratado por algún programa de televisión para realizar largas entrevistas como la que, a lo tonto a lo tonto, consiguió hacerle a Irving. En este caso, el entrevistado fue generoso y pasó del cine a los libros, de los talleres de escritura creativa al recuerdo de John Cheever, de una imitación de Hemingway a varias memorables anécdotas de su accidentada vida familiar.
De John Cheever, Irving recordó su amistad, que incluía llevarle a casa cuando los efectos del alcohol no le permitían regresar por su cuenta. Con una gestualidad tan grecorromana como el tatuaje de su antebrazo, imitó el gesto de quitarle los zapatos antes de acostarlo y salir de puntillas de la habitación.
Es una imagen emocionante: el joven y triunfante novelista socorriendo a su mítico y decadente maestro, llevándolo respetuosamente a casa y, una vez tumbado sobre la cama, quitándole los zapatos para que pueda dormir mejor la mona pensando en frases como: "Los recuerdos tienen con frecuencia más capacidad de sugestión que los hechos". Por la manera como lo contaba, no era una anécdota de fanfarrón: se notaban esa clase de afectos que, al cabo de los años, hacen que los recuerdos sean más sugestivos que los hechos.
Cuando llegó el momento de enfrentarse al ritual hotelero de la firma en el libro de visitas, Irving tampoco se inmutó. Con la misma profesionalidad con la que hablaba de sus próximos proyectos (una novela con más acción que búsqueda psicológica), firmó y dedicó unos cuantos ejemplares a los irvinghólicos presentes en la sala.
De su novela se habló poco, probablemente porque comentar las 1.000 páginas de esta historia habría acaparado la velada. Es, dice su autor, su libro más autobiográfico, lo cual no significa que los demás no lo sean. El protagonista busca a un padre al que no conoció, al igual que Irving pasó años intentando, sin confesárselo, comunicar con su padre lanzándole mensajes en clave que luego fueron libros enteros y que, a la larga, le convirtieron no tanto en un lanzador de mensajes dentro de una botella como en un escritor dentro de una botella.
A las doce en punto, Irving empezó a mirar discretamente su reloj y a poner cara de "vamos a cerrar". No fue necesario verbalizar su deseo. Los anfitriones se levantaron entre sonrisas, satisfechos con el encuentro, y todos salimos a despedirnos. La profesionalidad es esto: cumplir generosamente con los plazos y respetar una sensatez de horarios que, al cabo de unos días, te permita repetir la experiencia en otro país, en otra ciudad, con otras personas.
Los irvinghólicos, en cambio, no teníamos las mismas obligaciones y todavía fue posible alargar un poco la noche. Dentro de mi cabeza, sin embargo, seguía vivo el fuego de las anécdotas, todo ese mundo de risas y dramas, con enormes osos perplejos atacados por esquiadores borrachos, piscinas fatídicas en las que se producen salvamentos heroicos, ex novios extravagantes de ex mujeres inseguras, carreteras ocupadas por máquinas quitanieve, funerales en los que se ríe y bodas en las que se llora y huérfanos que buscan desesperadamente a padres ausentes que están allí, escondidos detrás de los abedules. Era como una película que podía revisar una y otra vez dentro de mi cabeza, una mezcla de cine y de recuerdo. Lo dice Irving en la página 780 de Hasta que te encuentre: "Cuando uno ha visto demasiadas películas, el tiempo se detiene: nada envejece ni muere".
* Este artículo apareció en la edición impresa del martes, 16 de mayo de 2006.
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